Vértigos



    VéRtigOs


 [sueños verticales en la horizontal]


Un relincho de caballo. Una expiración. Un lomo sudado. Húmedo. Intenso. Extenuado. Repican los cascos de los caballos sobre los adoquines todavía húmedos por la lluvia de esta tarde. Un charco oscuro captura la profundidad y delicadeza del cielo estrellado y hace bailar las constelaciones al son de los caballos. 

Las cornejas alzan el vuelo a su paso ensombreciendo la noche, dejando un rastro de plumas descosidas. ¿Dónde irán a estas horas? La oscuridad se las traga devolviendo el eco del graznido. Las sombras ya no tienen cabida, el negro se cierne de nuevo por unas pocas horas sobre las calles. Algo se ha comido a la luna y el charco ya no refleja nada. No me veo. Mejor. En los espejos siempre veo el otro yo. Por eso los rehuyo, me dan miedo. Me dibujo de gato pardo y sigo mi camino.

La oscuridad es el vestido del mundo, con la noche en mundo calla, y la ciudad que me habita se despliega a cada paso que doy. Las nubes siegan un cielo empapelado con postales de otros tiempos. Identifico un nuevo punto de luz en la bóveda, un destello que tuvo lugar hace miles, quizás millones de años y que hoy me llega haciendo presente el pasado. No existo para quien nos esté observando desde la oscuridad del espacio, en este momento soy futuro no presente. Un futuro arrebatado de sus divagaciones por una polilla trémula que bracea descorazonadamente en un charco junto a la acera que queda frente a la taberna. Apenas consigue mantener sus antenas plumosas y sedosas a flote cuando intervengo y la rescato de perecer trágicamente ahogada. 

"Si quieres que te diga la verdad, yo me he olvidado con toda esta emoción…"
"Mamá desea que lleves su traje de novia con encajes blancos."
"¿En serio creíste que sería fácil?" 
"…el colegio de la niña, su madre en el geriátrico,… no creo que podamos irnos de vacaciones este año."
"Deberías saber que en realidad no soy rubia."
"¡Madre mia si vale la pena estar vivo!"     

Palabras y frases que se asoman desde la puerta de la cantina mientras la polilla va recuperando el aliento. La espirotrompa se desenrolla y enrolla como una corneta espantasuegras en silencio. Una espiral que se hace y deshace ante mis dilatadas pupilas, fijación gatuna por los objetos que se mueven. Antes de autohipnotizarme con el movimiento de su lengua le arreo un suave golpe para cerciorarme que sigue viva, resultaría aburrido que después de todo muriese ahí mismo.

–¿Va todo bien? –inquiero.
–Sí, sí. Un mal trago, excesivo, pero ya me encuentro mejor. Gracias –silba a través de su trompa desplegable.
–Deberías andar con cuidado. El suelo no es buen lugar para una polilla. ¿Puedes volar?
–¿Mecánicamente hablando? sí, no hay nada que me impida alzar el vuelo. Las alas no están fracturadas, aparte apenas he perdido escamas, y las antenas sienten con precisión. Pero prefiero desplazarme por el suelo. No me mires así, se que puede resultar ridículo querer andar o arrastrarse por las calles teniendo la capacidad de volar, y no te ofendas, pero no son buenos tiempos para los voladeros. Una epidemia parece afectar a los cielos. Ataca a las almas ligeras y las vuelve pesadas, atractivas para la implacable gravedad. ¿Sabías que el otro día descubrieron un gorrión ahorcado? Apareció en el parque, meciéndose entra las ramas que cobijaban su residencia con una soga al cuello. Al parecer se asomó desde el nido mirando hacia abajo, descubrió la elevación y la ausencia sobre la que había edificado su vida y sintió vértigo. Anteriormente, unos cuantos estorninos se desprendieron de su bandada cuando acudían a su refugio nocturno, plegaron sus alas en pleno vuelo y simplemente cayeron. Nadie los echó en falta en su nube viva. Me lo contaron unas moscas oportunistas que se toparon con los cadáveres. ¡Malditos dípteros! No sienten respeto por nada, pero tampoco ellas están a salvo, y cuando sus larvas metamorfoseen tomarán conciencia de ello. Parece que el tiempo de surcar el cielo está tocando su fin.  Ya ves, prefiero ahogarme en un charco frío y oscuro a caer desde las alturas.

No vale la pena entretenerse con ella, la polilla ya no resulta atractiva. No es consciente de ello, pero está muerta.




Nuevo repiquetear del trote de los caballos. No los veo pero percibo sus cascos sobre las calles, sobre mi pecho, van cercando la ciudad, extendiendo su vaho en forma de neblina, vaporizando la luz de las farolas. Sus pulmones conmutan en vapor el aire. En su noche, las ventanas se transfiguran en fuegos fatuos y hasta la noche se teme a sí misma. Danza la ciudad en silencio.

La conversación con la polilla vuelve sobre sí. El temor excava un hoyo en el cuerpo de sus habitantes, una madriguera llena de recodos por la que deslizarse al más amagado de los espacios. Allí donde se amontonan y descomponen los deseos. El miedo tiene forma de topo ciego. Corro para escapar del mismo en pos del puente para alcanzar el otro lado del río.

La bruma se precipita por los muros enmohecidos del canal, humedad buscando agua. El cielo sigue siendo negro más allá del puente. Junto a la catedral, en medio del parque, apartada de la luz de las farolas una bufanda zarandea alrededor del cuello de una mujer. Ella permanece inmóvil ceñida a un árbol, con sus labios descansando sobre la corteza. En esta época del año puede sentirse el calor que desprende el taño, el palpitar de la savia que circula desde las raíces hasta las hojas. Sus labios amoratados y quebrados por el frío sangran. Dimensión cromática de rosa, magenta, morado y rojo que acaricia la tibieza del tronco. Las cerezas maduras se hacinan a su alrededor, al pie del árbol desprendiendo un fuerte olor etílico que embriaga. Sobre su cabeza las ramas en ascuas de las cuales una decena de grajillas picotean sus fruto en llamas.

Las cerezas tintinean a merced del viento, también lo hace el columpio vacío, vacío como una mirada sin vida que mece el aire. Mientras, sus dientes forcejean con los labios asestándose nuevas heridas, una por cada rechinar del columpio. Dulce, el sabor de la sangre es predominantemente dulce, y por ello se lame las heridas con la punta de la lengua. Desearía despintarme de mi forma gatuna y ser humano por unos instantes para degustar sus labios, más solo puedo restregarme contra sus pantalones y ronronear. 

"Minino, ¿qué quieres? ¿tienes hambre?" Sus labios son melodía. Do bemol, Sol, Si, Mi menor. Me enamoro de su cadencia. De sus labios encendidos, de la elegancia con que recoge su cabello, del mechón que escapa y escinde el rostro, la mirada, y la gracia con la que bufa para devolver el mechón a su sitio. Pasaría la noche allí junto a ella, pero pezuñas de caballo reverberan en mi pecho. "¡Corre conmigo!" quiero gritarle, "¡Olvida el columpio!", pero no nos entendemos, nunca podrá abandonar el columpio, así que me alejo siguiendo el paseo ahora mal guiado por un corazón en llamas.




De cenizas es el rastro que voy dejando de vuelta al otro lado de la ciudad.  Los sentimientos, en ascuas, se van consumiendo a medida que pierdo de vista el parque y su cerezo. Un cántaro vacío, me dirá unos días más tarde un viejo podenco callejero, esa mujer lleva años no siendo otra cosa que eso. Sus tripas ahogaron al niño que debía ser, al que ahora ve mecerse en el columpio. Se odia. Se rechaza. No es capaz de sentir otra cosa que el hueco que dejaron sus vísceras, concluirá antes de acurrucarse al refugio de un portal. Sé que las palabras de aquel chucho achacalado pretenderán reconfortarme. Pero no lo conseguirán, y arrastraré por un tiempo la imagen de su melena recogida y el mechón cruzado en su rostro. Mientras camino, los edificios de la calle tocan un réquiem, un tema fúnebre con la que armonizar mi alma. El paseo se despliega como un corredor largo y encharcado donde cada casa constituye un instrumento. Una sección de violines, proveniente de unas pequeñas construcciones levantadas en madera, recorre mi espinazo. Acompañan la melodía solemne de los edificios del paseo, construcciones del siglo XVIII que hacen vibrar sus vetustas maderas. Al fondo, entre la penumbra de las farolas, la catedral y su pesada sección de trombones. No camino, el elegante paso felino se rinde a los compases lúgubres de las circunstancias, y se deja llevar, dirigido por unos coros mudos y litúrgicos. Ya no escucho el rebufo de los caballos a mis espaldas, solo los cánticos que me guían. 

Tuba mirum spargens sonum
Per sepulcra regionarum,
Coget omnes ante thronum.

Quid sum misr tunc dicturus?
Quem patronum rogaturus,
Cum vix iustus sit securus? *    

Me arrastran los lamentos calle adentro, me invitan a pasear junto a la catedral y sus cuatro torres. Cuatro agujas que van deshilvanando el cielo, desmontando el techo de nubes. Ladrillos macizos de arcilla cocida las sustentan. Un pájaro yace junto a sus muros. Inerte. La catedral parece llorar su muerte, tintinean los silicatos atrapados en sus ladrillos. Palpitan en procesión los cristales desde la base hasta perderse en la oscuridad coronada por los campanarios. ¿Víctima del frío o de la aceleración gravitatoria que experimentan los voladores? No me incumbe, me digo. No pienses más en ello, me repito. Las alturas solo afectan a los que se mueven por ellas. No vueles, no trepes, no saltes, no te encarames al vacío y todo irá bien. Reafirmo estas consignas mentalmente mientras me alejo del ave muerta, pero tejados, barandillas, ramas y terrazas se me suceden. Deseo gatear hasta todos ellos. Arrimarme a un precipicio y sentir el vértigo, la mirada fija de la caída, el canto de la gravedad que me abre sus brazos. Es mi naturaleza, ¿puedo contradecirla?¿Quiero contradecirla? 

El suelo, insisto. Siente el frío contacto de los adoquines en tus extremidades, grita desde mi interior el topo ciego que sigue abriéndose camino a paletadas. No importa que el frío te cale, peor es caer. Eso es lo peor que te puede suceder, dice mientras su voz desaparece en túneles cada vez más profundos. A través de ellos estoy descubriendo rincones de mi ser que desconocía. Esos otros que me habitan y a los que no había sido presentado. De la madriguera van emergiendo Pefredo, Dino y Enio: alarma, temor y horror. Tres ancianas que me cohabitan y deslizan sus cabellos grises y grasientos por oscuros pasadizos, revolviendo mis entrañas. Contrayendo mis tejidos para amarrarme a la superficie, cerca de lo subterráneo, donde ellas se sienten confortables. Las Grayas han sido liberadas por el topo, serpentean por sus túneles. Mis túneles. Tengo que ahogarlas. Acabar con ellas. Lanzarme al río y dejar que el agua inunde mis espacios. Asfixiándolas. Matándolas, y solo así poder volver con la mujer del parque. Trepar al cerezo y mecer el columpio de sus ramas. Convertirme en su nuevo péndulo, uno errante que la desarraigue del parque, que gire en compases imprevisibles, indescifrables para las ecuaciones. Subirme a su regazo y jugar con su mechón de pelo suelto. Que bufe con igual elegancia y dulzura sobre mis párpados. Acurrucarme junto a sus pechos y sentir sobre mi nuca la tibieza de sus labios rojos de sangre. Hendir mis uñas en la corteza del árbol y hacerme con sus alturas. ¡Ansío elevarme! Pero para ello, antes debo ir al puente, caminar hasta el molino. Aligerar el cuerpo de sus nuevos inquilinos.  



         
En la puerta del molino, junto al río, un cartógrafo y un marinero sentados alrededor de una mesita. Su universo blanco y negro condensado en un tablero. Tiene lugar el movimiento errático de un caballo. La reina, más versátil que ninguna otra, avanza cortando las paralelas. Su agilidad es única en su mundo plano. No hay nada que hacer, los movimientos ya están anticipados. Es como leer el cielo y saber con precisión en que momento se extinguirá el nuevo punto luminoso, pues desapareció en el momento que se hizo tan brillante. Esperar pacientemente que se corrobore el futuro labrado en el pasado. Salvar la torre y dejar al rey en manos de un peón, o sacrificar la torre y ceder ante la reina. 

Las palmas de la mano acogen el rostro derrumbado del cartógrafo, luego mira el cielo, quizás confiando que sus ciencias, sus queridas ciencias, no sean precisas. Que tengan resquicios por los que escapen las posibilidades. Vuelve al tablero bicolor y opta por desplazar la torre, salvarla (le duele sacrificarlas, le recuerdan a los faros que les guiaban al divisar tierra). “El miedo nos hace buscar una imagen salvadora y esa imagen es Dios”, parafrasea el contrincante. Luego su peón da muerte al rey.  

–Hora de retirarse –reconoce el cartógrafo vencido.
–Eso parece –responde el viejo marinero rejuvenecido por la victoria.
–Antes de irme, me gustaría hacerte entrega de unas cosas –suelta el cartógrafo mientras va recogiendo las piezas en una caja.
–¿Unas cosas?
–Me gustaría que te quedases con mi aparatos. El sextante, el compás y la brújula. No voy a necesitarlos más. No embarco con vosotros en el próximo viaje.
–¿No embarcas?¿Pliegas velas?
–No embarco, compañero. A llegado el momento de retirarse, son otros vientos los que zozobran mi cuerpo en este momento.
Todas las piezas del tablero van cayendo dentro de una saca. Indistintamente: rey, reina, torre, caballo, alfil o peón se van apilando en aquella fosa a la que siempre regresan y siempre comparten.   
–¿Y qué hago yo con tus instrumentos? No he usado semejantes aparatos en mi vida.
–Pues deberás empezar a hacerlo. Aprender a fijar la ruta.

Dicho eso se alejó con el tablero bajo el brazo. Sobre la mesita restaba una caja con la herencia del cartógrafo custodiada por los dedos tímidos del marinero. Asustado ante el horizonte que acababa de abrírsele aquella noche. ¿Dónde ir?




Al río, le gritaría. Arrójate a sus aguas y déjate arrastrar por ellas. Te resultará fácil encontrar el valor y la fuerza para encontrar un camino cuando estés totalmente desorientado en una orilla aún desconocida, serían mis consejos. Pero los humanos nunca escuchan, así que camino solo hacia la zanja que fluye en el corazón de la ciudad. Oigo su voz, un rumor constante que golpea las paredes que lo retienen y lo conducen. Me asomo, y me parece un abismo enfurecido. Una carencia de luz nunca experimentada. Solo ruido. Su superficie me resulta opaca, de una materia que se traga la luz y empequeñece la oscuridad de la noche. Sus profundidades deben ser ciegas. Insondables. Las Grayas aúllan, patalean con sus decrépitos cuerpos mis concavidades, hasta retenerme. Tiran de cada uno de mis nervios para conducirme tierra adentro, hasta doblar mi espina dorsal arrastrándome marcha atrás. Caigo rendido junto al puente, exhausto por el vértigo fugaz que voy exudando poco a poco.


Amanece. El marinero pasa a mi lado, ignorándome, con la caja aferrada contra su pecho. Camino a casa mientras la mañana va borrando las estrellas del techo celeste. Hora de volver, pienso... 




Entreabro un párpado perezoso para desvestir el día. Las pupilas se contraen. Una radiante alborada se proyecta desde la ventana hasta el lecho en que me encuentro. Sacudo el sueño y me enfilo al alféizar de la ventana para huronear lo que fuera acontece. La ciudad maitina dorada con los sauces bañando sus troncos a orillas del río. Se inclinan sobre el mismo en una alineación de ocres y amarillos sobre los que dejan cabriolear la luz, antes de que ésta siga centelleando sobre las aguas verdes. El mar celeste, azul. Azul creciente desde el horizonte, y en sus aguas dos aves sosteniendo el vuelo. En un planeo ralentizado de giros anchos que me devuelve el anhelo de volar. En el jardín unos niños suben y bajan de los columpios. Corren uno tras el otro tropezando con sus bufandas, con sus piernas cortas de pasos todavía torpes pero decididos. Un perro gira saltando a su alrededor en grandes círculos. Persiguen sus risas escondidas entre la hojarasca. Lanzan al aire un manto azafranado de hojas, buscando el regocijo que se les escapa. No oigo sus alegrías, el vidrio del ventanal me aísla de su sonido, pero las imagino. Ruidosas, alborotadas, con cortos silencios para recuperarse del esfuerzo antes de proseguir con sus carreras desenfrenadas. 

Podría raptar la felicidad de uno de esos niños y hacerle entrega de la misma a la mujer de los labios en sangre.  Sacudir con ella sus percepciones dormidas y fugarnos a lomos de sus risas. Nada hay más veloz que la felicidad. Cabalgando sobre ella es posible dejarlo todo atrás. La dama de las cerezas y yo sobre la misma montura: no somos uno ni dos, somos una entidad no numerable que discurre entre dimensiones. La felicidad  no es un ente pasivo, sino activo, y el corazón un depredador solitario. Yo le entregaría mi presa, la alegría, mi calor sobre su regazo, mientras ella me amamantaría, percibiendo la generosidad de su piel. La felicidad en la comisura de sus labios. 

Las alegrías imaginadas, como si de un enorme badajo se tratasen, sacuden mi pecho exaltando mis ansias de vivir. Nos veo perdiéndonos en la vertical recostada, con el sol a las espaldas, ganándole distancia. Una imagen nublada, visualizada a través de papel de seda. Y toda esta ansiedad oprimiéndome sobre el diafragma, lanzándome a trepar por la verticalidad de la ciudad para aligerar su peso. Podría raptar la felicidad de éste jardín para revivir aquel otro. Pero, ¿dónde esconderla? ¿Encerrarla? La felicidad es inmensurable, incontrolable, indomesticable, o no es tal.

Frente a la ventana, a mi espalda, pero ajeno al transcurrir de la vida el joven que comparte apartamento conmigo. Mira a través de ella pero no ve. En estos momentos está en su imaginario, esa especie de mundo anfibio que se mueve entre el ser y la nada. Sentado junto a la mesa de cocina llena de libros y artículos impresos, de párrafos subrayados, anotaciones laterales y garabatos en las esquinas. Imagina ecuaciones que capturen lo inimaginable. Lo real, todo aquello que escapa a la realidad, lo que tiene una existencia propia más allá del que la experimenta, no representable mediante el lenguaje. Lo que no se puede simbolizar ni imaginar. Lo que se le esconde, intuye pero no comprende. Absorto al exterior edifica su propio lenguaje, constituyéndose en el arquitecto de su realidad. Golpeo el picaporte de la ventana, me restriego contra contra él para hacerle entrar en mi realidad. En mi necesidad de salir al exterior, trepar por las escaleras de incendios hasta los tejados de zinc y experimentar allí el halo helado de octubre en mis mejillas bajo la tibieza del sol.






*La trompeta, esparciendo un sonido admirable / por los sepulcros de todos los reinos / reunirá a todos ante el trono.
¿Qué diré yo entonces, pobre de mí? / ¿A qué protector rogaré / cuando ni los justos estén seguros?

*Versos extraídos del Dies Irae (Días de la ira) atribuido a Tomás de Celano (1200–1260), aunque también se considera como autores del himno al Papa Gregorio Magno (590–604) o San Bernardo de Claraval (1090–1153) entre otros.