El patio de luces (3)



Los días que duró el linchamiento vecinal hasta el día de la votación, Xavier se mostró más animado y más indignado, de lo que nos tenía acostumbrados a todos. En un acto sin precedentes, nos convocó una tarde a los cuatro, para explicarnos que aquella situación era un ejemplo clásico de "pánico moral", y que debíamos luchar contra ello. Argumentó, que no podíamos permitir que un grupo de personas, basadas en la percepción falsa y manifiestamente exagerada, del comportamiento nudista de la vecina, sostuviera que aquello era un comportamiento peligrosamente desviado que representaba una amenaza para ellos primero y, para la sociedad por tanto, alzándose como defensores de los valores e intereses de la sociedad de bien, a la que decían personificar. Expresó que Ramón, en categoría de representante nuestro, propusiese en la reunión de vecinos, que una prohibición moral de este calibre sólo podría ser aprobada si conseguía un consenso absoluto con el voto de todos los participantes, pues de lo contrario una mayoría estaría quitando derechos a una minoría. Sería un caso de discriminación y dictadura de la democracia contra las minorías. Ramón aceptó el encargo, no sé si convencido por los argumentos de Xavier o por temor a que siguiese con su discurso, pero siempre y cuando lo arropásemos durante el acto. Se temía la reacción en contra de una inmensa mayoría a la propuesta y no quería enfrentarse a ello él sólo. Eso fue exactamente lo que pasó.

"Lo de esta mujer es intolerable", dijo la colombiana. "No podemos seguir permitiendo que vaya por ahí exhibiendo sus tetas sin más, por no nombrar lo otro que también enseña alegremente a todos los vecinos. Sea quien sea. Es una sinvergüenza que va provocando a nuestro hombres. Es obvio. Vosotros la defendéis porque sois hombres. Vergüenza debería daros. Pensad en vuestras novias, que dirían ellas. "Todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón", pensad en estas sabias palabras de la Biblia. Pensad más en vuestras novias. ¡Egoístas! ¡Adúlteros!". Mientras escuchaba el rapapolvo ante la propuesta de Ramón, me preguntaba cuantos hombres se habrían girado ese día a su paso para contemplar su trasero prieto embuchado en sus leggings deportivos, o disimulado una mirada furtiva al escote por el cual parecía querer arrojarse su busto. Si temía que su marido pecase por mirar a la vecina, ¿por qué no le exigía a él que se sacase los ojos o dejase de mirar con lujuria el cuerpo de otras mujeres? ¿Por qué prohibir a los otros en lugar de exigirnos cambios a nosotros?

Aducir a nuestras novias, por otro lado, era una estrategia condenada al fracaso. Bastaba ver la indumentaria y la higiene personal de Ramón, para sospechar que su vida amorosa llevaba un tiempo en el exilio. Xavier andaba tan depresivo entonces, que me había confesado su apatía e indiferencia por todo, ello incluía, las amistades, la pareja y el sexo, sobre todo el sexo, repuntó. Como he dicho antes, Xavier, había renunciado a experimentar la vida, la contemplaba como quien contempla la lluvia desde detrás de la ventana. El bartender, en los meses que pasé con ellos, trajo a casa al menos a seis amigas. Con varias se encerró en el lavabo para ducharse juntos. Fue de las únicas ocasiones en las que cerró la puerta del servicio. Dudo que en aquella fase de su vida, le importase mucho lo que sus itinerantes parejas pudiesen pensar de él, ni mucho menos preocuparse por los sentimientos de ellas. De mi caso no hablaré ahora, pues sería demasiado largo para el lector aclarar las complejas circunstancias de mi soltería. Ya sé, que la de los compañeros las he despachado rápida y superficialmente y que lo mismo podría hacer con la mía. Soy consciente de la injusticia cometida, porque seguro que la historia detrás de todos ellos es mucho más enrevesada y complicada que las dos frases con las que he resuelto sus vidas sentimentales, pero es mi relato y no el suyo. Y como narrador no puedo sino imponer mi punto de vista. Es más, a medida que voy construyendo las escenas, dudo de la autenticidad de las mismas, de la memoria y el como me he explicado las cosas siempre a mi mismo. Estoy convencido que este texto es en sí mismo una dictadura de esa voz autoritaria que habita mis recuerdos y me explica las cosas tal y como ella quiere, no como sucedieron. Un buen amigo, me dijo una vez, que la narración escrita, exigía desnudarse por completo, capturar la intuición, el latido bajo la carne y sus emociones y, traducirlos en signos gráficos que representaran esa totalidad imposible que somos. ¿Cómo podría yo, que me había creado tantas identidades y tantas veces había negado mi propia voz, representar mi totalidad? ¿Cuál de ellas? Me he explicado mi vida de maneras tan diversas y desde tantos ángulos, que no distingo la realidad de la ficción, suponiendo que entre ambas exista una frontera bien definida. Ésta, la ahora impresa es una de las muchas versiones que podría haber redactado. En sus manos está ahora, creerse si las cosas sucedieron o no como aquí las describo. Pero, volvamos a la reunión vecinal, convocada en el apartamento de la colombiana, donde se discutía la desnudez de la vecina.

Ramón alentado básicamente por Xavier insistió en la libertad y los derechos individuales de vestir, o no vestir, como uno quiera: 
–Cada uno, en su casa, puede hacer lo que quiera mientras no importune con su comportamiento a otros –agregó. 
–Su desnudez es ofensiva –sentenció el padre del cuarto. 
–¿Ofensiva, cómo? ¿En qué puede ofenderle? –preguntó Xavier realmente sorprendido. 
–¡Es una cuestión de pudor! De mal ejemplo para nuestros hijos.
–¿Mal ejemplo para vuestros hijos?
–Sí, mal ejemplo para nuestros hijo, pero que va a saber alguien como vosotros de la responsabilidad de educar a unos hijos? El comportamiento de esta señorita es inaceptable. ¿Qué mensaje transmite a mi hijos? ¿Qué uno puede ir por el mundo como quiera y haciendo lo que quiere? ¿Qué clase de sociedad salvaje es ésta?
–¿No le parece que exagera un poco? –Ramón intentó apaciguar el diálogo, pero rebasado un punto, la ebullición es imposible de detener. 
Ese nivel parecía haber sido superado con creces. La temperatura ya sólo podía subir. La externa, la que define el clima, fuera, en la calle, parecía descender ligeramente,  pero allí dentro ese efecto era apenas imperceptible. La canícula del día había quedado atrapada entre las paredes del edificio y la mala ventilación del mismo, lo convertía al caer el sol, en un lugar aún más estrecho de lo que era. El aire estaba estancado con todos nosotros dentro, concentrados en el comedor de la primera planta. La vecina, como muchos otros, tenía las persianas bajadas para evitar los rayos de sol, pero a última hora estos, de todos modos, penetraban a través de las juntas de las celosías. La gente se secaba el sudor con pañuelos o con las palmas de las manos continuamente. Algunos parpadeaban cuando una gota se deslizaba desde la frente hasta las pestañas. La mayoría permanecíamos sentados, en las sillas que nos habíamos traído de casa, mirándonos fijamente los pies, sin la más mínima voluntad de participar en aquel conflicto, confiando que con ello, la reunión sería más rápida y podríamos escapar de aquella cámara de vapor lo antes posible.

–Mostrarse semi-desnudo en público es impúdico. No digamos ya la desnudez completa –añadió esta vez la madre del cuarto, apoyando a su marido–. Es un pecado de impudor… 
–¡¿Un pecado de impudor?! –exclamó Xavier enderezándose sobre la silla y apresando las manos bajo sus nalgas.
Sospecho que Xavier tenía la firme convicción de que todos los residentes habitábamos el siglo XXI, que el tiempo era una objetividad compartida. Que la modernidad, el progresismo, había alcanzado a todas las individualidades, y por tanto no esperaba toparse con argumentos de aquella moralidad por parte de esos vecinos. Mientras escuchaba los diferentes argumentos con los que los diferentes vecinos defendían sus posturas, me pregunté cómo definirían, en el futuro, los estudiosos del historicismo moral, la ética reinante en ese período histórico. Me parecía inconcebible en aquella amalgama heterogénea de visiones tan diferentes de la vida, encontrar una definición común, que resumiese las normas y reglas que regulaba las relaciones de los individuos dentro de aquella comunidad.    
–Sí, un pecado de impudor con el que no quiero que mis hijos crezcan. Si esta mujer quiere ir desnuda en su casa, que lo haga, pero dentro. Entre las paredes, donde no la vea nadie. Cuando salga a tender la ropa no le costaría nada ponerse una camiseta y cubrirse un poco. No creo que sea demasiado lo que pedimos. Sólo un poco de comprensión y civismo por su parte.
Estas últimas palabras fueron seguidas por un gran murmullo, gestos de cabeza afirmativos y golpecitos de amparo en su espalda. Era obvió que la propuesta democrática que Xavier tan bien nos había expuesto en el comedor de casa, no estaba teniendo una buena acogida. Aquella gente no quería oír nada sobre teoría democrática ni la defensa de los derechos de las minorías. Exigían, imponían, que su moral, la de la mayoría, fuese la obligación. La ley a seguir. Otros muchos sólo querían que se decidiese cualquier cosa lo antes posible y buscar refugio en un lugar más fresco.  
–Votemos ahora –propuso entusiasta la colombiana.
–Sí, sí, digamos no a la desnudez –secundó el pakistaní.
–Hagámoslo por defender una comunidad honrada –agregó el padre del cuarto.
Entonces, a medida que los detractores de la desnudez se iban sumando al coro de pasar al referéndum, Xavier nos sorprendió a todos:
–Si votan en contra de la desnudez y la libertad de esta mujer a ir por su casa como quiera, sepan que voy a sabotear sus normas –amenazó a la audiencia.
–¿Cómo? ¿Cómo harás eso?
–Me pasearé desnudo. No sólo por nuestro apartamento y la galería, sino por todo el edificio. Me desnudaré al cruzar el umbral de la portería. Subiré los escalones en pelotas, como vine al mundo. Y en cuanto escuche que alguien suba o baje en el ascensor, saldré así, en cueros, a compartir cabina con cualquiera de ustedes.  
Tras un silencio de incredulidad, el padre del cuarto le tendió una mano.
–Muchacho –su tono era ofensivamente paternalista–, has perdido el oremus. Debes haber sufrido un golpe de calor severo. Mejor retírate. Para la votación es suficiente con la presencia de Ramón. Te veo muy afectado.
–No pienso retirarme. Reafirmo mi decisión a pasearme en bolas por el edificio. Es un acto de desobediencia civil más que justificado. Y no voy a estar sólo, ¿verdad, muchachos?
En ese momento nos quedamos los tres atónitos, no imaginamos que un giro así pudiese tener lugar y ponernos en ese compromiso. No habíamos hablado de eso en nuestra asamblea casera. Simplemente acordamos defender en la junta vecinal el derecho a la desnudez. Nunca hablamos de desnudarnos nosotros, ni mucho menos de pasearnos así por el edificio, ante la mirada de los otros. Yo no me atrevía a visitar, ni mucho menos bañarme, en playas nudistas. ¿Cómo iba a pasearme escaleras arriba y abajo con los pantalones sobre el hombro mostrando todas mis vergüenzas, tal y como proponía Xavier? 
–¡Claro que sí! Estamos contigo –no me sorprendió esa reacción inmediata del bartender. Lo que para Xavier era una pequeña revolución, para él era un juego. Una amenidad. En el fondo toda revolución necesita individuos como éstos, que se presten a la aventura, indiferentes a la ideología revolucionaria. Son la maquinaria, la fuerza que empuja las revueltas. Gente que sin pensárselo se arrojan a las ocurrencias y acontecimientos desencadenados por otros. Su único impulso es la emoción, el fluir de la adrenalina y el bartender no parecía ir escaso de ella. Xavier me miró, esperaba mi confirmación.
–Sí. Supongo que sí. Es lo correcto, ¿no?
–¿Se han vuelto todos majaras? –gritó indignada la colombiana.
–No podéis hacer eso –aseveró el del cuarto.
–Por supuesto que no pueden.
–Yo no tengo ningún interés en ver sus vergas, huevones. Déjense de decir tonterías y vuelvan a su casa –la del primero estaba impaciente por callarnos y que se votase de una vez el veto a la desnudez pública. Sospecho que nada tenía que ver con la desnudez. Era algo personal. Algo entre ellas dos, que el resto desconocíamos. Sólo pensar en la rumana, viraba la electricidad en sus ojos y aumentaba la rigidez del tendón de su cuello. Su cuerpo entero tronaba.   
–Prohiban a esta mujer a ir desvestida por su casa y verán como el edificio se llena de cuerpos desnudos –Xavier estaba dispuesto a retar a todos los allí presentes. A intimidarlos con nuestra desnudez. Yo era la primera víctima de su discurso de terror. El primer amedrentado por tener que despojarme de mis ropas.  
–¿Se llena? ¡Vamos, hombre! ¿En serio crees que vamos a someternos al chantaje de cuatro perdedores como vosotros? –el padre de los escupidores cada vez alzaba más la voz. Su dermis se había tornado rojiza, un par de gotas resplandecían en sus cejas. Podía detonar en cualquier instante. 

–Yo también me apunto –se oyó desde el fondo de la sala.
La gente se giró sorprendida, más cuando descubrimos, que quien decía unirse al acto de desobediencia civil orquestado por Xavier, resultó ser la mujer del orador del Corán. Allí estaba, esa chica menuda, de ojos negros, ataviada con una túnica monocromo discreta que le llegaba hasta las rodillas, unos tejanos que se asomaban bajo la misma y un velo a tono con la túnica que enmarcaba su rostro y caía elegantemente sobre parte del pecho. De todos los allí presentes, aquel cuerpo tan resguardado, era el que uno menos hubiese esperado que expresase su voluntad de mostrarse desnudo al mundo.
–¿Fatine, mi amor, pero qué dices? ¿Cómo vas a unirte a esta majadería? ¿No te das cuenta que todo esto es una sandez? –el hombre del Corán no salía de su asombro –¿Qué pasará contigo, con tu falta de pudor?
–No es falta de pudor, Omar, mi pudor está a buen resguardo. Es la responsabilidad de proteger a esta mujer en lugar de faltarle el respeto.
–Quien nos falta el respeto, es ella. ¿Qué no lo ves? No sólo a nosotros, a todos…, con alguna excepción… –hizo una pausa para lanzarnos una mirada por encima de sus gafas.
La mujer respiraba con uniformidad, tranquila, lejos de los estridencias de los otros interventores, con un asomo de sonrisa fijada en una lejanía fuera de esa sala. Su rostro, de facciones armoniosas, transmitía ternura, nada de lo que la rodeaba parecía perturbar su placidez, ni el pegajoso bochorno ni las miradas de los vecinos. 
–No lo veo así. Me parece una injusticia obligarla a no poder hacer lo que su naturaleza o filosofía le dictamine. A mi no me gustaría que me obligasen a renunciar al hiyab. Ni obligaría a nadie que no quisiera llevarlo a ponérselo. Así pues, ¿por qué no puede esta mujer ir como quiera? Tu sabes, que independientemente de las ropas que lleve una mujer, hay en los ojos de las personas miradas impuras, que unas veces parecen que acarician y otras parecen que desnudan. Cada una de nosotras nos protegemos de esas miradas a nuestra manera. Unas nos cubrimos y otras se descubren. Si tengo que descubrirme unas veces para garantizar sus libertades lo haré. No me avergonzaré por ello. Los que deberían avergonzarse aquí, son aquellos que la miran impuramente. Los que la desnudan más allá de la desnudez de su cuerpo.

El hombre bufó y pareció perder altura, como si se hubiese deshinchado súbitamente. Se levantó de la silla y se dirigió hacia el rincón, desde donde Fatine, recostada en la pared, había permanecido a lo largo de toda la asamblea. Pasándole un brazo por detrás de sus hombros la achuchó contra su cuerpo y besó su frente. Consciente de que toda la audiencia estaba observando sus gestos, se volvió a ellos y dijo:
–Contad conmigo también.
Me pareció adivinar un atisbo de sonrisa en la cara angular de Xavier, pero es posible que sea la memoria la que juega con mis recuerdos, porque por mucho que busco en ellos, no me vienen otras imágenes de Xavier que denoten alegría o regocijo.
Ya sé que muchos de ustedes van a decir que lo que acaban de leer no es creíble. ¿Una pareja de marroquíes musulmanes defendiendo la desnudez de una vecina? ¡Imposible! Habrán exclamado al leerlo. Supongo que hubiesen encontrado el relato mucho más verosímil si en lugar de ello, hubiesen manifestado su repudia a la indecorosa conducta de la la vecina del primero. Si se hubiesen mostrado intolerantes ante cualquier acto que agrediese sus principios morales. Sin duda, la escena, el diálogo, hubiese ganado en credibilidad. Dirán que miento. No lo niego, la mentira voluntaria o involuntaria se ha filtrado por todo el texto. En ocasiones no puedo controlarlo, la mentira ronda mis recuerdos y los reconfigura para hacer de mi pasado algo. No sé el qué. Quizás lo que esperaba, lo que me hubiese gustado, lo que he odiado, ¿quién sabe de las intenciones de la memoria al registrar y ordenar recuerdos? A veces pienso que he vivido una continua falsificación de mi propia realidad. Pero, ¿en serio, que nos cuesta tanto creer que puedan existir una Fatine y un Omar como los descritos?  

–¿Cómo así? ¡Jueputa!, ahora somos los otros los dañados. No, si al final acabaremos todos en cueros, dando brincos por las escaleras más contentos que un marica con dos culos. La golfa al final se saldrá con la suya, nos tiene más caídos que una teta de gitana –la colombiana rompió el silencio indignada–. Esto parece va para largo, voy a prepararme un café. ¿Le apetece a alguno de ustedes una tacita de café?
–Le acepto el café con mucho gusto –respondió el padre del cuarto.
La mujer se levantó para dirigirse al mueble de la cocina. Llenó la cafetera y la puso sobre el fogón de gas butano tras comprobar que el seguro de la bombona estaba abierto.   
–¿Es colombiano? –preguntó Ramón– Si es así, me apunto.
–Sí, claro. El grano es bueno –respondió al volver de la cocina.
–Creo que lo mejor, antes de seguir con todo este disparate, será que pasemos a votar –propuso el del cuarto–. Una vez sepamos el resultado, entonces podemos seguir discutiendo con las medidas a tomar.
La cafetera empezó a emitir un ruido semejante al de la respiración de una persona asmática, un runrún creciente, que transcurrido un tiempo se interrumpió.
–¡Ah, el café, ya está! –informó la colombiana, perdiéndose de nuevo, a toda prisa, en la otra habitación para retirar la cafetera del fuego.
La maquina, liberada de sus estertores, profería ahora un aroma fascinante. De niño, y no tan niño, escogía la comida en función de su olor. Creía adivinar que si el olor de algo me gustaba, también lo haría su sabor. La mayoría de las veces lo acertaba, al menos en cuanto a las cosas que probaba, porque aquellos productos que no me entraban por el olfato, evitaba someterlos a la sensibilidad de mis papilas gustativas. Era una respuesta inconsciente de prevención, que quizás me ha impedido a lo largo de la vida gozar de algunas delicatessen, o al menos eso afirman algunos familiares y amigos. "Algún día te decidirás a probar los quesos y entonces te arrepentirás de no haberlo hecho antes", solía decir mi padre, ante mi negativa a catar aquellos elementos fétidos que tendía sobre la mesa a la hora de la cena. Evidentemente así fue con las aceitunas. Con los quesos, es distinto, sigo sin osar comer la mayoría de ellos. Lo que sí tengo claro, que con el café sufrí un gran revés que desmontó parte de mi teoría. Su aroma siempre me había atraído, tanto el del grano recién molido en el molinillo manual de mi abuela, a la fragancia que emanaba de la cafetera o las tazas de mis padres. Tanto era así, que me había visto tentado a esnifar el grano molido. De pequeño, no fueron pocas, las cosas que introduje en mis fosas nasales. Una vez obstruí las dos al mismo tiempo con dos pequeñas gomas de borrar en formas de dinosaurios que desprendían un impetuoso olor a fresa sintética. Obviamente dejé de poder inspirar aire por la nariz inmediatamente, me sofoqué al momento, sólo podía ventilar mis pulmones a través de la garganta, hablar y respirar resultaba imposible, así que tuve que usar el lenguaje corporal para hacer entender el impedimento autogenerado a mi madre. Incapaz de sustraerme los dinosaurios que lentamente se habían ido retirando hacia el interior de mis mucosas grutas, no tuvo más remedio que llamar a un taxi para correr a urgencias, donde un doctor tuvo que echar mano de diferentes pinzas, para erradicar aquella incursión jurásica de mi organismo. De la infancia guardo una batería de olores inconfundibles, muchos de ellos vinculados con la escuela. Entre ellos, el de los colores a la cera, el olor de las manos tras horas moldeando con plastilinas de colores,  los primeros colocones con el pegamento Imedio, el de las virutas al sacarle punta a los lápices o el de las gomas que venían bajo las chapas de las botellas de refrescos, con fotografías de ciclistas o personajes de películas, que había que desprender de la chapa con la punta de un cuchillo. En casa, en aquella época, dejaba de lado mi pasión por los aromas sintéticos, siendo mi favorito, el del café, posiblemente también por estarme vetado. Durante años imaginé que su sabor debía ser fascinante, pero cuando lo probé por primera vez, quede frustrado. Devastado por su sabor extremadamente amargo desprovisto de las esencias de caramelo, chocolate, frutos rojos o vainilla que había percibido durante tanto tiempo, y aún sigo descifrando antes de llevarme la taza a la boca.
Al poco tiempo reapareció con una bandeja y cinco tazas de café humeantes.
–Pasemos a las votaciones –dijo mientras repartía las porcelanas entre los que lo habían solicitado.
–Creo que antes, deberíamos definir que mayoría vamos a adoptar –interpuso Xavier, mientras Ramón aceptaba una de las tazas que le extendía la colombiana–. Como hemos dicho antes, en una decisión de tal magnitud como la que se está debatiendo aquí, que pretende recortar las libertades de los vecinos, solo debería poder salir adelante siempre y cuanto tenga el respaldo unánime de todos los residentes.
–¡No volvamos a empezar, por favor! –el del cuarto parecía que en cualquier momento empezaría a lanzarnos escupitajos. Sospeché que a la mañana siguiente nuestra colada amanecería llena de impactos de sus dos adorables niños–. No pienso rendirme a las imposiciones del lobby gay.
–¿Qué lobby gay, ni que narices? Le hablo de derechos. De libertades individuales. A usted, ¿le gusta que se respeten las suyas, verdad? Pues respete las de los demás.
–¿A quién quieres engañar, muchacho? Es obvio que eres uno de ellos. Primero vinisteis con el rollo de la tolerancia, la necesidad de salir del armario, el derecho a manifestaros, a desfilar por las calles casi en pelotas o peor, a poder casaros, hasta por la iglesia si os apetece, al derecho a adoptar niños, a consolidar una familia. Nos queréis convertir a todos en vosotros. Queréis imponer vuestros valores por encima de los nuestros. Que renunciemos a lo nuestro. Pero no…, no, no, eso, aquí, en mi casa no va a pasar. Por mis huevos, que aquí no se van a consentir tonterías de este tipo. ¡Vamos a votar ya! Y si somos mayoría los que queremos que esta señorita se cubra. Se cubrirá. Y vosotros callaréis. ¿Entendido? Respetaréis las normas de la democracia y acataréis el resultado sin montar numeritos. Ninguno de vosotros.
El hombre, de pie ante su silla, hizo un giro completo sobre sí mismo señalándonos a nosotros y a los marroquíes de la planta baja, con su enorme dedo dictatorial. No me había aterrado un dedo índice tanto desde el colegio, cuando el director del centro y profesor de matemáticas hacía bailar aleatoriamente su dedo ante los pupitres de los estudiantes y se detenía de repente en uno de nosotros. En ese momento, cuando el dedo acusador quedaba anclado en el aire sentenciándote, uno deseaba que el suelo se abriese para desaparecer por el agujero. Era el dedo que te señalaba como víctima para acercarte hasta la pizarra e intentar resolver en público, el próximo ejercicio matemático.

–Si son gays, me sumo a ellos –manifestó de repente la señora mayor del tercero. Era una viuda, que por entonces rondaría los noventa años, La había visto pocas veces. Pese a la delgadez de su cuerpo, la cadencia en su andar denotaba que le costaba llevar su cuerpo, se detenía varias veces, incluso en el corto trayecto que existía entre la entrada del edificio y el ascensor. 
–Pero, señora de Giner, ¿qué dice? –balbuceó el dictador escupidor del cuarto, que estupefacto, veía como su amplia mayoría inicial se iba diluyendo. 
–Lo dicho. Que si son gays me uno a su causa. Si es necesario que me desnude, me desnudaré. ¡Qué cony!
–Lo que faltaba. No son gays, señora de Giner. ¿No lo sois verdad? –los cuatro nos miramos sin decir nada, atónitos por el desenlace de la velada. No creí nunca que una junta de vecinos pudiese resultar tan sorprendentemente intrigante– Además, ¿qué más da si son gays? ¿En qué afecta eso a la votación?
–Lo cambia todo. Mi pobre Emili, que en paz descanse, tuvo que esconder su homosexualidad toda su vida, para no ofender la sana moral del país de Franco. De seguir vivo, seguro que se pondría del lado de esa señorita y defendería su libertad a ir como guste. Ya sufrimos demasiada represión con Franco para seguir todavía con estas tonterías.
–Pero, ¿qué tiene que ver Franco con todo esto?
–Todo, señor, todo. En este puñetero país todo tiene que ver con Franco.





4 degustaciones:

Carmela dijo...

Es increíble como de una simple reunión de vecinos has construido este texto, cómo se va engarzando historias paralelas a partir de simples frases. Las novias, desde el punto de vista :)) del narrador (para eso es su historia), los olores (esta parte me ha encantado!!), la infancia y los recuerdos, las gomitas en la nariz...... La señora mayor del tercero y su apoyo a los gays...La salida de la mujer del orador del Corán y su aplomo y claridad de ideas....La intolerancia del señor del cuarto....
Me ha encantado Aka!!
Ya volví de Berlín, han sido pquitos días, solo cuatro, pero intensos y me ha gustado mucho. Sobretodo andar por sus calles y su verde, tanto y tanto verde y flores, me ha encantado. Sus edificios tambien me ha gustado mucho, pasar de esos rascacielos a las casa antiguas de una a otras en un plis plas, como integran todo, las bici, ytanta y tanta gente yendo en bici, sus museos...en fin, me ha gustado todo. Ya subiré entradas de allí.

Volviendo a tu texto, estoy encantada y esperando el siguiente.
Un beso enorme y un saludo con besoabrazo para Maquinista :))

Aka dijo...

Ostras Carmela, muchas gracias por leer el texto, ¡con lo largo que es! Que bien que te haya gustado, me lo pasé bien escribiéndolo, tirando del diálogo e ir viendo como los personajes iban tomando su propia voz, aunque siempre condicionados a la mía. Lo de las gomitas en la nariz si que es mío, ese era yo de pequeño adicto a todos los olores sintéticos, desde jarabes, a pegamentos, gasolina, etc... y no fue la única vez que mi pobre madre tuvo que correr conmigo a urgencias a sacarme algo :) Obsesiones de algunos niños.

Me alegro que disfrutaras tu estancia en Berlín, ya veré fotos supongo del viaje en tu "casa". Yo estuve en invierno y entonces no había flores ni mucho verde, había mucho frío. Imagino que ahora debe ser muy diferente, por esas tierras, los veranos son bonitos por verdes y floridos. En invierno tienen también su magia las ciudades centroeuropeas con sus días plomizos, las brumas junto a los ríos, la escarcha en las calles y la gente enfundada en gabardinas, chaquetas largas, bufandas y sombreros.

Un abrazo enorme.

Carmela dijo...

Es largo pero se lee de corrido, y deja ganas de seguir leyendo.... que lo sepas :))

En invierno, supongo que será muy diferente, pero ahora lo que más me ha llamado la atención, aparte de la cantidad enorme de diferentes ambientes, mundos dentro de mundos, ha sido lo verde y colorido de la ciudad y la cantidad de espacios verdes.

Otro abrazo, Aka.

Aka dijo...

Gracias por el comentario :)

Me imagino su verdor, Suecia es parecido, llega la primavera, tarde pero llega, y entonces todo se inunda de un verde precioso, muy vivo, fresco, no muy habitual para los que vivimos cerca de la costa del mediterráneo, o muy cerquita del mismo, como es tu caso, aunque ya te toque el océano. Son verdes muy bonitos que suelen ir además acompañados de flores grandes y coloridas, de vida breve pero intensa.

Un abrazo, Carmela