Hojas secas (XI)



–Seguro que fue Gerhard –Gustav se incorporó en su asiento–. Seguro que fue él quien los mandó. Me la tenía jurada.
Hermann arrojó la colilla del cigarrillo a las llamas de la chimenea.
–Eso ya no importa –sentenció mientras caminaba a la cocina. Cogió un vaso de las baldas y se sirvió un poco de licor de hierbas–. ¿Alguien quiere un trago?
Gustav negó levantando la mano.
–Licor no, pero un poco más de té… –respondió Olga extendiéndole la taza.
Encendió uno de los fogones y puso agua a calentar en un cazo.
–A mi sí me importa –insistió Gustav levantándose. Observó por la ventana el reflejo de la luna en la nieve. Patinaba sobre el tejado del establo–. Sigo viéndolos cada noche. No consigo olvidarlo.
–Tampoco yo –contestó Hermann mojando los labios en el licor. Ardieron. El alcohol incendió el esófago en su camino interno–, pero saber si fue Gerhard o no quien los envió no va a cambiar nada.
–A mí me ayudaría –aseveró Gustav sin volver la cabeza. El azul de sus iris era el de los ahogados. Hubo un tiempo en el que apreciaba la belleza del azul de los lagos, los sueños que se mecían en sus aguas. Luego las mismas se llenaron de ahogados. Martina se hundía en ellas desesperada, no importaba que cerrase los párpados o se llevase las manos a los ojos, Martina estaba en sus iris. Era allí donde caía, una y otra vez, hasta el fondo, hasta perderse en la profundidad infinita de sus pupilas. Bien adentro en su memoria.
–A mí también –añadió Olga girándose hacia su marido–. Alguien deberá pagar por aquello.
–¿Pagar por aquello? ¿Gerhard? –el tono de Hermann era claramente irónico mientras apartaba el cazo del fuego–. ¿Acaso habéis olvidado dónde vivís? ¡Estamos en la RDA! ¡En la democrática y pacífica RDA! ¡Ahora somos comunistas!Somos los afortunados, los herederos directos de la resistencia alemana contra el nazismo. Aquí nunca hubo nazismo. ¿Vais a denunciar a los camaradas que nos liberaron? Aquí no pasó nada. Nadie es culpable de lo que pasó entonces: ni antes, ni durante, ni después de la guerra. Todos inocentes. Todos héroes antifascistas y anticapitalistas. "El pasado es del Oeste y el futuro es nuestro" –entonó alzando sus brazos y dándole un nuevo trago al licor.
Gustav se giró hacia él:
–Precisamente. Yo sólo quiero que pague Gerhard.
–¿Vas a denunciarlo? ¿Vas a rebelar su pasado nazi a su nuevo partido?
–Si eso vale, ¿por qué no?
–¿Crees que el SDA no lo sabe? Gustav…
–¿Por qué no apareció su nombre en los juicios de Waldheim? Allí estaban todos los nazis.
–A la Guillotina Roja no le interesan tanto los nazis como los anticomunistas. Frau Hilde sólo persigue peces gordos, ricachones y elementos peligrosos para el gobierno. Gerhard no es nadie, es un pobre diablo en un pueblo al que nadie interesa. Ahora es un "buen" comunista.
Volvió a su silla acariciando el hombro de Olga.
–Tómate el té, está caliente –ella cogió la taza ofrecida fregándola con sus manos–. Te irá bien para entrar en calor.
–Gracias. Hermann…
–¿Sí, Olga?
–Quiero venganza.

Las ventiscas borraron algunas memorias de Olga, pero no aquellas. No las de aquellos días. Procuraba no arriesgarse a abrir sus recuerdos, como el amante despechado teme volver a los sobres que contienen las cartas del pasado. Un amor pasado es pretérito, pero sigue estando en el mundo. En otra dimensión, pero presente, como las mentiras sinceras que cobijan las cartas. Desplegando los textos, el antiguo amado, teme que las palabras e imágenes empañadas con el paso de los días, ya insignificantes, vuelvan a la vida. Nadie desea despertar a los fantasmas. Tampoco Olga. Teme que aquel día se le manifieste. Teme apartarse del fuego. Dirigirse al dormitorio. Acostarse y apagar la luz. Que la noche se le eche encima, pues es entonces, cuando el espíritu se manifiesta. Se arrastra bajo la almohada susurrándole sueños incomprensibles, inyectando imágenes de espectros brutales, creadores de confusión y claustrofobia. Son pesadillas geométricas, sin resquicios por los que escaparse. Un cubo de paredes oscuras. Sin luz. Sin puertas ni ventanas. No hay salida, pero ella está dentro. Ellos están dentro. El delirio es ciego. Puede percibir el aliento de sus bocas, el olor de sus cuerpos, su peso sobre ella. Es un oso el que ruge en la nada que la contiene. Vibran sus tímpanos. Sus zarpas rasgan sus ropas y tiran de su pelo.  Embisten como las bestias que son. Duele. Es dolor lo que sube desde la entrepierna hasta la cabeza. Agudo y profundo, como río desbordado, penetra virulento quebrando su cuerpo. Sus garras están en todas partes, son una marea. La manosean y voltean como un juguete roto. El sudor cae hasta las piernas, sujetándola, inmovilizándola. Escucha pasos pesados, plantígrados, animales, bestias, que se mueven a su alrededor. El hedor es aflautado, de tono agudo que todo lo satura. Ella está paralizada. La voz, un espejo resquebrajado, inútil, no sirve para nada. Calla. Ellos gimen, gruñen, chillan, golpean, saltan, ríen. Parecen pasarlo bien, pero ella no puede parar de llorar. El cerdo chilla cuando se le sacrifica, también el ternero se revuelve al ser llevado al matadero, pero el cordero nunca sale corriendo, nunca grita; con los ojos abiertos parecen aceptar el destino, que el hombre, cuchillo en mano, ha decidido para él. Olga es un carnero. Uno merodeado por alimañas. Uno rendido al sacrificio. Paralizado por el pánico.




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