Ellas y sus silencios



"Una de las primeras obligaciones que cualquier ciudadano tenía que cumplir, era la de tapar cuidadosamente todas las ventanas de las fachadas. De esta manera, ningún destello de luz podía orientar a los aviones enemigos. Las ciudades quedaban completamente a oscuras, con los vigilantes nocturnos de la defensa antiaérea encargándose de que se cumplieran las normas. Cada casa tenía que preparar un refugio antiaéreo en el sótano, con catres para descansar, cajas y sacos de arena, extintores y algo de comer. Se nos suministró una máscara de gas a cada ciudadano, que siempre teníamos que llevar encima. Casi siempre los ingleses bombardeaban las ciudades alemanas de día, mientras los americanos lo hacían de noche. Nos movíamos como autómatas, nos acostábamos con la mayor cantidad de ropa posible: chandal, botas forradas, chaquetas, pañuelos y gorras. En el bolso guardábamos todos nuestros documentos y las pocas joyas que teníamos. La rutina se repetía día tras día. La alarma sonaba hasta dos veces por noche. Vivíamos como topos". Mi abuela Alicia era una adolescente, todavía no tenía catorce años, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, al acabar era madre de una niña y aguardaba a su marido que había caído prisionero en el frente. De aquel período de su vida apenas habla, como si aquel pasado hubiese quedado sepultado en la profundidad del refugio, atrapado en las ventanas tapiadas que evitaban que escapase la luz. Es muy común entre aquellos que han experimentado los miedos y terrores de la guerra que los recuerdos de esos tiempos se muevan como topos por la memoria, asomándose pocas veces al exterior.

En el colegio se nos explica, en una serie de lecciones escolares, las distintas guerras, sus causas políticas, las económicas, los agentes implicados y las batallas y hechos que decidieron la contienda, pero el pasado es mucho más vasto que la visión histórica. Es un conjunto inmenso de hechos que pueden ser conservados solo si desde el presente estamos dispuestos a adoptarlos. A insertarlos en nuestra propia memoria. Para que el pasado perdure, hay que hacerse cargo desde el presente de que esos vestigios no van a desaparecer, de que esa lección sí que la vamos a aprender; no sólo las explicaciones ad hoc de las causas de la guerra, sino los sentimientos que estas despiertan en el grueso de la población: los civiles. Pero pocas veces se escuchan las voces del pasado porque impera el olvido. Nadie quiere heredar el dolor, ni las incertidumbres, ni mucho menos las manos manchadas de sangre. Así la vida presente resulta más sencilla. También para los que vivieron el pasado, pues los caminos de la memoria nunca son fáciles.

Antonia, mi otra abuela, como Alicia, era una niña de doce años cuando empezó la Guerra Civil española, sus voz pierde firmeza cuando habla de ello, como si el miedo intenso que experimentó entonces siguiese vigente. "Una de las hermanas de madre era monja, me explica, mi padre fue a buscarla al monasterio de Granollers y la trajo a casa. La tuvimos allí escondida. Mi padre era sindicalista de la CNT y eso se lo tenía que callar. No podía hablarlo. Nadie tenía que saber que ella era monja. Cada vez que oíamos alboroto alrededor de casa sufríamos, enseguida pensábamos: a ver si la han cogido… En el pueblo mataron a dos curas, los del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista). Al padre Eduard y al otro…, ahora no me acuerdo como se llamaba, los tuvimos para doctrina, para poder hacer la comunión, era una persona de allí mismo, conocido por todos…" En este punto de la narración guarda silencio. Uno largo, la memoria va cerrando puertas para evitar que el dolor se exprese, el relato finaliza súbitamente: "Se hizo mucho daño. Se mató a mucha gente y a otros se les hizo sufrir sin necesidad alguna… ¡bah! una mierda todo junto".
   
Elisa en 1992 tenía dieciséis años cuando su pueblo, Rizvanovici en Bosnia fue bombardeado por la artillería de los chetniks (tropas paramilitares serbias). "Cuando las granadas dejaron de caer salí del refugio en el cual mi hermana había dado a luz. La mezquita estaba en ruinas, y a pocos pasos de nuestra casa vi unos niños, de tres y ocho años muertos. El pánico y la muerte estaba por todas partes. Los soldados llegaron y ocuparon el pueblo. Hablaban un serbio lleno de coloquialismos, casi incomprensible, y en sus uniformes llevaban como insignias unas águilas blancas (Las Águilas Blancas, al igual que los Halcones y otros grupos similares eran una de las tropas paramilitares ultranacionalistas que se autodenominaban "chetniks", caracterizadas por el odio a la población bosnia, a los que denominaban "turcos". Su principal reclamo era llevar a cabo una limpieza étnica en Bosnia para reconstruir una Gran Serbia pura). Nos prohibieron salir de casa. Los no serbios no podíamos andar por la calle. Tampoco comprar nada en las tiendas, teníamos que sobrevivir de las reservas que teníamos en casa. Los que se aventuraron a salir no volvieron nunca. Un día los soldados capturaron a todos los hombres del pueblo. Se los llevaron. A mi abuelo de setenta y ocho años le acusaron de matar a un serbio. Lo ejecutaron con un tiro en la cabeza enfrente de mis primos".

A día de hoy sigue sin poder visualizar escenas de violencia por inverosímiles y ficticias que éstas sean explica. Es algo que no puedo controlar, especifica. Su amiga Mirsada, a la que conoció un año más tarde en un campo de refugiados en Suecia, confirma el pánico heredado: "Es como si el pasado, el presente y el futuro sangrasen juntos. Rescatar esos recuerdos es vivir por momentos en un estado de inexistencia, es como estar en ningún sitio y en todos los sitios al mismo tiempo. Las imágenes de esos días son las grandes penas y dolores que nos acompañarán siempre. Soy consciente de ello".

Para muchas de estas mujeres, que entonces fueron niñas, el pasado muchas veces se les presenta escurridizo. Como si no tuvieran pasado, ni control por tanto sobre sus vidas. Los recuerdos son imágenes rápidas y huidizas. Los relatos que conforman su memoria no radican en la Historia, se pierden en otros mares de mareas y oleajes inciertos. Tienen su pasado pero éste se revuelve silencioso en su interior. Nezira a los nueve años tuvo que abandonar Tuzla en compañía de sus padres, y tras una larga travesía por el corazón de Europa encontraron asilo en Suecia. "Los serbios quemaron nuestra casa", me explica. "Entonces no entendí porque lo hicieron ni lo que estaba sucediendo, sólo recuerdo la sensación de pérdida. De irme, dejando atrás todos mis juguetes y libros, no pude salvar nada. Más tarde supe que tampoco se salvó la abuela. Estaba dentro de la casa cuando la prendieron. En aquel momento pensé que ella estaría fuera, como nosotros, en otro lugar… con el tiempo comprendí que nunca salió de casa. A menudo sueño con ella".




Hojas secas (XI)



–Seguro que fue Gerhard –Gustav se incorporó en su asiento–. Seguro que fue él quien los mandó. Me la tenía jurada.
Hermann arrojó la colilla del cigarrillo a las llamas de la chimenea.
–Eso ya no importa –sentenció mientras caminaba a la cocina. Cogió un vaso de las baldas y se sirvió un poco de licor de hierbas–. ¿Alguien quiere un trago?
Gustav negó levantando la mano.
–Licor no, pero un poco más de té… –respondió Olga extendiéndole la taza.
Encendió uno de los fogones y puso agua a calentar en un cazo.
–A mi sí me importa –insistió Gustav levantándose. Observó por la ventana el reflejo de la luna en la nieve. Patinaba sobre el tejado del establo–. Sigo viéndolos cada noche. No consigo olvidarlo.
–Tampoco yo –contestó Hermann mojando los labios en el licor. Ardieron. El alcohol incendió el esófago en su camino interno–, pero saber si fue Gerhard o no quien los envió no va a cambiar nada.
–A mí me ayudaría –aseveró Gustav sin volver la cabeza. El azul de sus iris era el de los ahogados. Hubo un tiempo en el que apreciaba la belleza del azul de los lagos, los sueños que se mecían en sus aguas. Luego las mismas se llenaron de ahogados. Martina se hundía en ellas desesperada, no importaba que cerrase los párpados o se llevase las manos a los ojos, Martina estaba en sus iris. Era allí donde caía, una y otra vez, hasta el fondo, hasta perderse en la profundidad infinita de sus pupilas. Bien adentro en su memoria.
–A mí también –añadió Olga girándose hacia su marido–. Alguien deberá pagar por aquello.
–¿Pagar por aquello? ¿Gerhard? –el tono de Hermann era claramente irónico mientras apartaba el cazo del fuego–. ¿Acaso habéis olvidado dónde vivís? ¡Estamos en la RDA! ¡En la democrática y pacífica RDA! ¡Ahora somos comunistas!Somos los afortunados, los herederos directos de la resistencia alemana contra el nazismo. Aquí nunca hubo nazismo. ¿Vais a denunciar a los camaradas que nos liberaron? Aquí no pasó nada. Nadie es culpable de lo que pasó entonces: ni antes, ni durante, ni después de la guerra. Todos inocentes. Todos héroes antifascistas y anticapitalistas. "El pasado es del Oeste y el futuro es nuestro" –entonó alzando sus brazos y dándole un nuevo trago al licor.
Gustav se giró hacia él:
–Precisamente. Yo sólo quiero que pague Gerhard.
–¿Vas a denunciarlo? ¿Vas a rebelar su pasado nazi a su nuevo partido?
–Si eso vale, ¿por qué no?
–¿Crees que el SDA no lo sabe? Gustav…
–¿Por qué no apareció su nombre en los juicios de Waldheim? Allí estaban todos los nazis.
–A la Guillotina Roja no le interesan tanto los nazis como los anticomunistas. Frau Hilde sólo persigue peces gordos, ricachones y elementos peligrosos para el gobierno. Gerhard no es nadie, es un pobre diablo en un pueblo al que nadie interesa. Ahora es un "buen" comunista.
Volvió a su silla acariciando el hombro de Olga.
–Tómate el té, está caliente –ella cogió la taza ofrecida fregándola con sus manos–. Te irá bien para entrar en calor.
–Gracias. Hermann…
–¿Sí, Olga?
–Quiero venganza.

Las ventiscas borraron algunas memorias de Olga, pero no aquellas. No las de aquellos días. Procuraba no arriesgarse a abrir sus recuerdos, como el amante despechado teme volver a los sobres que contienen las cartas del pasado. Un amor pasado es pretérito, pero sigue estando en el mundo. En otra dimensión, pero presente, como las mentiras sinceras que cobijan las cartas. Desplegando los textos, el antiguo amado, teme que las palabras e imágenes empañadas con el paso de los días, ya insignificantes, vuelvan a la vida. Nadie desea despertar a los fantasmas. Tampoco Olga. Teme que aquel día se le manifieste. Teme apartarse del fuego. Dirigirse al dormitorio. Acostarse y apagar la luz. Que la noche se le eche encima, pues es entonces, cuando el espíritu se manifiesta. Se arrastra bajo la almohada susurrándole sueños incomprensibles, inyectando imágenes de espectros brutales, creadores de confusión y claustrofobia. Son pesadillas geométricas, sin resquicios por los que escaparse. Un cubo de paredes oscuras. Sin luz. Sin puertas ni ventanas. No hay salida, pero ella está dentro. Ellos están dentro. El delirio es ciego. Puede percibir el aliento de sus bocas, el olor de sus cuerpos, su peso sobre ella. Es un oso el que ruge en la nada que la contiene. Vibran sus tímpanos. Sus zarpas rasgan sus ropas y tiran de su pelo.  Embisten como las bestias que son. Duele. Es dolor lo que sube desde la entrepierna hasta la cabeza. Agudo y profundo, como río desbordado, penetra virulento quebrando su cuerpo. Sus garras están en todas partes, son una marea. La manosean y voltean como un juguete roto. El sudor cae hasta las piernas, sujetándola, inmovilizándola. Escucha pasos pesados, plantígrados, animales, bestias, que se mueven a su alrededor. El hedor es aflautado, de tono agudo que todo lo satura. Ella está paralizada. La voz, un espejo resquebrajado, inútil, no sirve para nada. Calla. Ellos gimen, gruñen, chillan, golpean, saltan, ríen. Parecen pasarlo bien, pero ella no puede parar de llorar. El cerdo chilla cuando se le sacrifica, también el ternero se revuelve al ser llevado al matadero, pero el cordero nunca sale corriendo, nunca grita; con los ojos abiertos parecen aceptar el destino, que el hombre, cuchillo en mano, ha decidido para él. Olga es un carnero. Uno merodeado por alimañas. Uno rendido al sacrificio. Paralizado por el pánico.




Mundo de Margaritas




Sabemos lo que es la luz
pero no sabemos decir que es.

El universo no ha sido todavía satisfactoriamente explicado

Seguimos experimentando con la ficción
con el lenguaje
haciéndolo extranjero
desconcertante
sorprendiendo la narración
llevándose a lo ignoto
recordándonos lo que no sabemos
lo mucho que desconocemos

Experimentamos sin saber a dónde vamos
como ratas reconstruyendo el laberinto por resolver
tenemos que mentirnos
el arte de la mentira está en decadencia
son precisas para que brillen las evidencias

como las sombras para apreciar la luz


Podría decirse que el humanismo sigue siendo algo así como una religión secular improvisada, lo que queda de la descomposición europea del mito cristiano. Durante años, los que se oponían a la teoría de Darwin, temían que ésta redujese la humanidad a un ente insignificante. Un animal más. Uno entre los millones que se desplazan por los mares y tierras del planeta. Pero, lejos de eso, el darwinismo no ha hecho sino encumbrar al hombre aún más, si eso era posible, sobre el resto de los organismos. Tras dos siglos sacudiéndose su fe cristiana, la filosofía y la ciencia moderna, siguen anclados en uno de los errores esenciales del cristianismo: pensar que somos radicalmente distintos del resto de los animales.

Los humanistas modernos se aferran a la teoría de la evolución para argumentar que sólo el hombre es capaz de trascender a su innata naturaleza animal y dominar, no sólo su naturaleza, sino el planeta entero. La humana es una especie privilegiada, piensan, es la única que sabe de su existencia accidental y por tanto la única que puede hacerse cargo de su destino.

Siguen arraigados a la idea de que la conciencia, la individualidad y el libre albedrío nos definen como individuos, que son la base de nuestras decisiones, elevándonos por encima de cualquier otro animal. Cuando aquí, en mitad del bosque, como en una calle transitada de cualquier ciudad, los instintos siguen siendo los mismos: buscar comida y aparearse, como cualquier otra bestia que habita la Tierra. Muchas de nuestras decisiones más fatídicas las tomamos sin tener la menor conciencia de ello. ¿Pero qué somos? ¿Qué sería de nosotros si silenciamos de nuestro pensamiento el diálogo de Dios, de la inmortalidad, del progreso de la ciencia y la humanidad? ¿Qué sentido queda entonces, una vez borrada toda esperanza de progreso?

El cristianismo introdujo la percepción, la idea, en Europa, de que la historia humana, tanto la del individuo como la del colectivo humano, ha de tener sentido alguno. El progreso es la nueva máscara con la que el mismo concepto sigue aferrado a nuestra mentalidad: la historia humana, su evolución y su sentido especial en el mundo. En la Grecia y la Roma clásica la historia humana era una serie de ciclos naturales de crecimiento y declive sin fin, como el sueño colectivo repetido infinitamente por los hindúes. En la mente actual humanista sólo se concibe el progreso, como en el capitalismo el crecimiento continuo de la economía. El humano sigue siendo un ser sublime por encima del resto de los organismos vivos, quizás por ello la hipótesis de Gaia de Lovelock, en la que la atmósfera y la superficie de la Tierra conforman un todo para mantener la vida en la tierra, no tenga la aceptación debida en la comunidad científica. Su mundo es circular, no tiene dirección alguna, su único propósito es mantenerse. No hay un espacio especial para el hombre. Poco importa su presencia. Nos arroja a enfrentarnos al vacío existencial como especie.  

En el Mundo de Margaritas soñado por Lovelock y Watson, el planeta había sido sembrado sólo con dos variedades de margaritas: unas blancas y unas negras. Las blancas reflejan la luz y las negras la absorben. En un origen frío, las negras proliferan más, absorben mejor el calor y se expanden por casi la totalidad de la superficie, incrementando la temperatura del planeta, tanto que empiezan a morir y las blancas al reflejar la luz ocupan su lugar, haciendo descender con ello la temperatura del planeta. Las mareas de pétalos blancos y negros se suceden por generaciones hasta que alcanzan un punto de equilibrio, con una temperatura estable favorecida por la presencia de los dos colores. Cuando al Mundo de Margaritas se le incorporan conejos que comen aleatoriamente unas u otras variedades, zorros que cazan los conejos, y otros organismos que hagan el modelo más complejo, la estabilidad se alcanza con mayor velocidad y es más duradera. Mundo de Margaritas demuestra que la estabilidad de los organismos biológicos, el ecosistema terrestre, no requiere de explicación teleológica alguna. Que no hay progreso en el mundo orgánico, la evolución carece de diseño preconcebido, es una sucesión de revoluciones que lo que procuran es que todo quede igual.

En el mundo distópico de Nosotros (1920), de Yevgueni Zamyatin, se lee: 

–¿Te das cuenta de que lo que estás sugiriendo es una revolución?
–Por supuesto, es una revolución. ¿Por qué no?
–Porque no puede haber una revolución. Nuestra revolución fue la última y nunca puede haber otra. Todo el mundo sabe eso.
–Pero querido, tú eres matemático: dime, ¿cuál es el último número?
–Esa pregunta es absurda. Los números son infinitos. No puede haber un último número.
–Entonces, ¿por qué hablas de la última revolución? 





Hay vasos dispuestos en el suelo



        Los charcos invierten el universo
        Hay vasos dispuestos en el suelo
        Vasos encendidos que humean
        Un Cristo barroco se ha descolgado de la cruz
        El cadáver lo cubre un manto negro
        Negras también sus ropas
        Como negras, ahora rojas,
        las manos delictivas
        Oscuras, ensombrecidas, las ruinas
        Como los escombros amontonados

              Se desprende la retina
              cegada por el fuego
              Se nubla la mente que sella los ojos
              Ni ven
              Ni oyen
              Ni sienten

             Son pretérito quemando el futuro
             El viejo mundo se extinguía
             Nada brillaba en sus cenizas

        Los hombres de negro regresarían
        Tampoco se fueron nunca
        Los llevaban zurcidos en el pecho
        bien adentro,
        a doble punto,
        y ellos sin saberlo.
       El Cristo volvería a levantarse
       Suspendido bajo la bóveda
       Una vez más encima de sus cabezas

       Bailarán los paisanos junto a la iglesia
       Bailarán al lindar de los campos
       Irán pasándose las máscaras
       Ahora una, luego otra
       Se las arrancarán y aparecerán otras
       Sus rostros irán transformándose
       El rojo virará a negro
       El negro a púrpura
       El púrpura se revolverá contra el rojo
       Volverán las lluvias y con ellos los charcos

       Volverá a invertirse el universo





Cuando las estrellas dejaron de moverse



Recuerdo perfectamente ese momento en el cual todas las estrellas del firmamento dejaron de moverse.

El universo en su inabarcable infinitud, en la que la energía oscura empuja indefinidamente a las galaxias a alejarse las unas de las otras en una expansión acelerada continua, un día se detuvo ante mis ojos. Todos aquellos incontables astros minúsculos que arden en la oscuridad del cielo, cesaron su actividad para mirar hacia abajo. Al suelo en el que yacía estirado.

No importaba lo que hubiese hecho, ni el tipo de vida que hubiese llevado hasta ese momento; el cielo me rendía tributo, al igual que antes hizo con mis abuelos, y con sus hijos, mis padres y tíos, con algunos de mis amigos en su más tierna juventud, con Xavier, el dueño de la tienda de ultramarinos y su hermano, el rey y más tarde el príncipe coronado también recibieron atención en su momento, como unos cuantos Papas, allá en el Vaticano, tanto honor como el otorgado a "el Chino", el camello de la esquina, donde se cruzaba mi calle con otra, no recuerdo el nombre, una suma o una equis, según se mire, dibujada sobre un barrio esquizofrénico.

No cuenta lo importante o trivial que sea la vida de uno, como tampoco la gloriosa o patética que resulte su muerte, porque al final, en ese momento en el que caemos, cuando se desprende la retina y somos suelo, cientos de billones de estrellas, cada una de ellas, se detendrán para alumbrar la muerte de todo ser humano.




Mi lengua


      Mi lengua arrastra un filo
      desafilado que desgarra
      así el dolor grabado del lenguaje es mayor
      su mensaje desenfocado
      desearía inventar palabras
      mi abuelo una vez me dijo:
               inventamos las palabras
               para diferenciarnos de los animales
               úsalas con propiedad
               respétalas

      Con ellas nombramos lo inexplicable
      configuramos a Dios
      en jeroglíficos y cuñas
      pero ni Dios ni las palabras
      consiguieron dar nombre a las emociones
      que yacen en nuestros vientres
      a las que, como hojas de otoño,
      penden de las sábanas al pie de la cama

      así que tuvimos que seguir inventando
      de la talla de piedras
      al fundido de metales
      capturando los principios físicos
      domando los átomos
      jugando bajo arcos geométricos
      con poleas y palancas
      en ecuaciones imposibles
      con nuevos materiales
      nuevas experiencias:
          la gravitación
          los fluidos turbulentos
          y el vacío,
         siempre,
         al final
         siempre el vacío

      el silencio que reposa en nuestros vientres
      una vez agitadas las sábanas,
      queda solo un lenguaje desnudo
      que debe reinventarse.
      Somos hoy como dos animales





Ella



Te escribo porque no quiero perderte en unas memorias que se reescriben continuamente hasta perder su esencia. No quiero ser prisionero de un pasado ficticio, ni mejor ni peor, quiero leerte algún día con el amor que siento estos días por ti. Con tus contradicciones y tu rabia, con tu odio y tus frustraciones. Aunque duelan, porque lo hacen, son punzadas irritantes, prefiero mantener vivo en el día de mañana esta visión que cualquier otra. Es precisamente el pasado, uno demasiado presente, una de las principales causas que nublan tu día a día. Posiblemente, sea también la otra cara de la moneda; la intensidad con la que puedes exprimir la vida cuando la música, el arte o el placer simple y sincero de vivir vela el lastre de antaño. Fueron, son, esos instantes los que me cautivaron. Deseaba ser capaz de dejarme llevar por ellos como tu lo hacías, sin pensar en nada más, dejar atrás el lastre analítico que me conforma. Te seguía e imitaba para aprender de aquel hacer humilde y alegre. No sabía entonces que tras aquellos momentos se proyectaba una extensa sombra, un manto del cual incluso llevando años tirando de él no hemos conseguido ver su fondo. Es una red interminable que recogemos y volcamos sobre el suelo, ahora reducido por el enorme sofá, de la única estancia de la casa. Van apareciendo las presas, quizás las verdaderas presas seamos nosotros, una pequeña barca indefensa lastrada por un inconmensurable pasado que habita un lugar inalcanzable.


Cuando recogemos las redes aparece tu padre, tu madre, las discusiones en casas, las fiestas con los invitados, el ruido, los viajes en coche desde las montañas yugoslavas de Bosnia hasta la costa croata, el abuelo zapatero, siempre sucio y que no podía pagaros la comida ni a ti ni a tu hermano cuando vuestros padres os dejaban con ellos en verano, tu hermano pidiendo dinero entre los turistas para que tu pudieras comparte un bollo, tus ojitos colgando de la ventana del restaurante soñando con las pizzas que allí se horneaban, el refresco de Miranda que bebían en pajitas los otros niños, los turistas, millonarios en tu imaginación desperdiciando un Coca-Cola en la arena, los hoyos que cavaba la abuela en el jardín para que hicierais vuestras necesidades, los viajes a los mercadillos en el viejo Zastava 750 amarillo del abuelo atiborrado de zapatos para vender, el otro abuelo que se compró un antiguo vagón de tren y lo plantó en una playa de Montenegro donde retirarse con tu abuela porque la brisa y la tierra de allí le sentaba mejor a ella, los veranos en Montenegro, sus playas rocosas y salvajes, el oleaje que te vapuleó y te sacó del mar pero que engulló a la otra niña, la muerte prematura, "no dejes nunca que tu vida dependa de un hombre", te dijo tu abuela con solo once años y nunca lo has olvidado, los tabúes de casa, la mano de tu padre tapándote los ojos cuando alguien se besaba en la televisión, sus gritos por las malas notas del colegio, la rigidez con las tareas académicas, las collejas, los castigos, sus gritos aún mal altos el día que alguien dijo que te habían visto jugar con un niño, las niñas no podían hacer eso, la gente empezaría a hablar, los gritos entre tus padres a través de las paredes, el divorcio, el abandono de tu padre, la madrastra, un personaje sombrío, pérfido, objetos de maleficio y brujería gitana bajo la almohada de tu madre, las sombras de un divorcio nunca entendido, sigue siendo hoy, incluso después de los años que llevas arriando la red de los recuerdos, un misterio con versiones opuestas, un rompecabezas al que le faltan muchas piezas, el hambre de la nevera vacía, la espera de una pensión por parte del padre que nunca llegaba, los estantes de la nevera vaciándose, que tu hermano pequeño consiga alguna moneda para tus bollos ya no era solución para saciar el hueco de tus tripas, entonces la guerra, las noticias desde otros puntos del país, los vecinos, tu madre, todos convencidos de que aquello no llegaría hasta allí, que aquello no podía pasar, que bosnios y serbios siempre habían convivido en aquella ciudad, la ciudad de la sal: Tuzla, pero que sucedió, que un día los serbios, los vecinos, señalaron a los bosnios, acarrear un nombre musulmán de repente constituía un peligro, la circuncisión de tu hermano una evidencia del delito, el delito de ser el otro, el opuesto, el innecesario, el forzado a huir para salvar la vida, el que deja atrás su hogar, cierra la puerta de casa y se lleva consigo sólo la llave, el que divide a la familia para salvarse, el hermano pequeño con unos familiares a Suiza, tu con tu madre, las dos escondidas en un camión a través de las curvas de los Balcanes, bajo una lona de plástico fría, curva a curva, horas y horas hasta aparecer en Croacia, en un lugar desconocido, sin dinero, sin comida, desojados de lo poco que tenías, el deambular pidiendo una ayuda que no llegó por parte de los conocidos, que dejaron de serlo, una Croacia donde el acento bosnio ha dejado de ser bien recibido, hasta llegar a Suecia, allí os envió vuestra madre desesperada, a su campo de refugiados, tu y tu hermano, la alegría adolescente de no entender del todo lo que pasaba, creer que era un situación temporal, un verano, que después Yugoslavia segura existiendo, que el hogar volvería a ser el mismo, viaje de ida y vuelta que nunca regresó, y hacer amigos de otros lugares del mundo en el mismo campo, el pelo crespo de un niño africano, el exotismo de la piel negra, las horas jugando a billar mientras se tramitaban los papeles de asilo, el verse convertido a un número, "niña 2246 del individuo 2035" se lee en el dorso de la foto carnet del campo, tu nombre de flor ha sido encriptado en un código: el 2246, al que los que te acogen te explican como funciona un lavabo, como tirar de la cadena, el concepto de bárbaro, de primitivo, la arrogancia del nórdico, la visión única de hacer las cosas, la lavadora también tiene sus fórmulas, como si nada de eso existiese más allá de las nuevas fronteras, hay que seguir sus instrucciones a rajatabla, hacer las cosas de otra forma es simplemente erróneo, no es posible, como tampoco lo es convivir con tu padre y la madrastra en Suecia, una pesadilla, de vuelta a los insultos, las prohibiciones, están por todas lados, no hagas esto no hagas aquello, no hablar en bosnio en la calle para no avergonzar a tu padre, sus complejos de inmigrante, la negación de su identidad, pretender ser lo que no se es, pretender que los hijos sean lo que no son, aunque sea mediante el castigo, que se te meta en esta cabecita tonta y alocada que aquí los niños no se comportan así, no hables alto, no te muevas tanto, anúlate, pierde tu identidad, si es que esta existe, el verano se acabó y tus pies seguían en Suecia, Yugoslavia seguía rompiéndose, de tu madre apenas recibías noticias, no sabías donde estaba, a veces en Suiza a veces en Tuzla, salvaguardando su propiedad, ¿por qué no vienes aquí mamá?, empiezas el colegio sin entender nada, ni lo que haces allí, ni la lengua que allí se habla, las miradas de los nuevos compañeros son intrigantes, intimidan, el lenguaje se vuelve vergonzoso, se siente ridículo, las risitas por los nuevos, ese grupo heterogéneo en el que estás incluida, la vergüenza, otra vez más, esta vez por no entender lo que el maestro te pregunta, no tener lengua para responder, todas tus viejas palabras aquí no valen nada, carecen de significado, el viejo mundo es eso: viejo, ya no existe, los otros niños ríen, la crueldad, la falta de empatía no es única de los adultos, pasa un año, y otro, tu madre sigue fuera, abriendo y cerrando la puerta del piso de Tuzla para asegurarse que nadie lo ocupa, las fronteras de los países europeos también se han cerrado, te tocó pedir los papeles de asilo que permitan a tu madre reunirte contigo, tu padre no movería un pelo, no le importa, tampoco vosotros parecéis importarle mucho, os trata más bien como un estorbo, la madrastra es aún peor, os ignora como si no existieseis, caminas por tu nueva ciudad sueca con tu hermano de nueve años cogido de la mano, tu lo eres todo para él, eres niña y madre, lo aprendes pronto, solo tu puedes hacer que acepten a tu madre y ésta pueda venir junto a vosotros, ¿cuándo vas a venir mamá?, por fin llega un día tu madre, puedes dejar a tu padre y volver a estar los tres juntos en el nuevo país, en el otro, en el país roto se dibujan nuevas fronteras, la guerra se va apaciguando, los horrores brotando, tu madre sigue preocupada por su, vuestra, propiedad, vuelve a Tuzla a comprobar que el piso sigue allí, que la cerradura es la misma, que la llave, tesoro que cabe en un bolsillo, sigue abriendo la puerta, que existe ese lugar en medio de todo ese terror, el lugar que era antes, aunque nada de todo lo otro sea igual, el marido ya no está, la familia tampoco, los vecinos han cambiado, unos temerosos de los otros, del día a la mañana, cada uno tiene una identidad diferente, ni el idioma que hablan ya es el mismo sin haber cambiado, unos dicen hablar serbio, los otros croata, los otros bosnio, los otros montenegrino, los unos son ortodoxos, los otros musulmanes, los otros católicos, del ateísmo comunista de Tito no queda nada, en tu nuevo país descubres que el árbol de Navidad celebra el nacimiento de Jesús, allí, en Yugoslavia se adornaba para recibir al Año Nuevo, era el Estado quien regalaba al acabar el año un pequeño detalle a los niños, la Navidad nunca ha significado nada, tampoco el Ramadán, ni las oraciones, del Corán nunca habías oído hablar, y sin embargo ahora tu tía insiste en que una nueva vida religiosa es necesaria, de repente sois musulmanes, y tu sin saberlo, las chicas deben comportarse como tal, la hermana de tu madre que bebía, fumaba y se había divorciado y disfrutado de los bailes y los locales nocturnos de Sarajevo, exigía ahora en su nuevo país cubrirse la cabeza, descubrió su identidad en el exilio, nada de eso te interesa, no entiendes que las cosas tengan que cambiar, todo cambia a tu alrededor pero tu no quieres hacerlo, no a merced de lo externo, quieres vestir botas militares de chico y llevar faldas cortas, medias de colores, como Pipi Calzaslargas, tu nueva heroina, que por cierto es sueca, aprendes la nueva lengua, te haces con nuevas palabras y sigues adelante sin que nadie te diga como hacerlo, cometes muchos errores, todos los cometemos incluso teniendo maestros, vivir es equivocarse, lo otro sería ser una mera pieza en el engranaje de la vida, ser parte de un mecanismo, sin individualidad, si algo tienes es individualidad, esa es tu identidad, encajar ya no te importa.