Hojas secas (VI)



–Estúpido terruño –escupió Gustav–. Debí entregárselo entonces. Friedrich nunca me perdonará por ello.
Hermann dejó de observar el fuego. Olga, le dirigió una mirada lastimera. "Lo hará", le hubiese gustado decir para abrigar su angustia, pero sabía que no era cierto, que nunca lo haría. Es posible que nunca volviesen a saber de Friedrich. Gustav moriría y su hijo no lo lloraría. Eso es lo que pasó, todos eran conscientes de que así sería. Se hizo evidente desde que dejó el pueblo al volver del frente, una vez acabada la guerra, y descubrió lo que le había pasado a su madre. En aquel momento se desvaneció. La vida había decido evitar el valle.

–No hubiese podido hacer nada –sentenció Hermann levantándose para hacerse con el paquete de cigarrillos. Era tabaco negro, del que fumaba por las noches, en cuyo humo intuía que su peor enemigo eran los recuerdos–. Lo sabes. Tu no pudiste hacer nada. Yo no pude hacer nada. Nadie. Nadie pudo hacer nada. Nadie… –las palabras apenas se despegaban de los labios.

Durante unos segundos, minutos quizás, es difícil decir cuanto tiempo transcurrió, volvió cada uno a sus pensamientos. ¿Existe el tiempo cuando nada sucede? ¿Donde van a parar los segundos que marca la aguja ante la ausencia de acciones? ¿Avanza? ¿Retrocede? ¿Cómo se mueve el tiempo sin referencias? ¿Cuál es su materia? ¿Y los recuerdos? ¿Cuál es la velocidad de los recuerdos? ¿Se rigen el mundo interior y el exterior por las mismas leyes físicas? Nos vemos dentro del tiempo pero somos incapaces de percibir el paso del tiempo, más que con respecto a sí mismo. El tiempo no fluye: pasado, presente y futuro no existen como tal. El tiempo no va en ninguna dirección, no tiene una ruta propia, lo relevante es el orden relativo de los eventos. La memoria es rápida, de cuerpo sinuoso como las anguilas, moviéndose zigzagueantemente entre los sucesos, reconstruyendo el tiempo constantemente.

–De haber estado aquí, posiblemente lo hubiesen matado –musitó Hermann apoyando uno de sus hombros en el alféizar de la chimenea y encendiendo un cigarrillo. Gustav lo miró, recordando la mirada de odio y últimas palabras de Friedrich: "No vuelvas a dirigirte a mí… no tienes ningún derecho… ¿qué clase de monstruo eres? ¿Nos abandonaste a todos? ¿Padre? ¿Marido?… No mereces ninguno de esos calificativos… nada quiero de ti… nunca más". Una anguila recorrió su espalda provocándole un violento espasmo en el torso. Se unía a la amalgama de angulas que se alimentaban del corazón: órgano en descomposición.
–¿Acaso no está muerto? –replicó Gustav.
–Sabes que no es lo mismo.
–A menudo pienso que preferiría que estuviese realmente muerto. Que lo hubiesen matado aquí, junto a Martina –se sinceró Gustav.
–No digas eso… –Olga miró a Gustav y vio en sus ojos una oscura procesión de siluetas corvas y rostros borrosos. Las pupilas marchitas de flores secas y espigadas. En ellas vio sus manos ennegrecidas del tinte en el que había sumergido sus prendas, para lucir el luto por su hermana Martina. Su rostro desfigurado, seco de llanto, tras la pena negra del velo. Martina había sido destruida. Olga recordó el frío. De aquellos días sólo le llegaban sensaciones de frío. Ya no recordaba con exactitud los sucesos, había olvidado tantas cosas, se desvanecían: había aprendido a confiar en el sentimiento, no en la memoria. Contemplaba el valle escarchado bajo la bóveda de un azul gélido. Miraba el cielo, del azul que ya no era del todo azul, de donde llegaba la oscuridad, un atisbo de noche flotaba en el aire. La ululante tempestad que se alejaba con sus tambores tras las colinas. Sus manos gélidas, como los pies, eso si lo recordaba, su cuerpo destemplado y el ancho valle ante sus ojos. Vagó como un fantasma por cenagales y prados empapados, por turberas y arroyos. Nada parecía calmar el entumecimiento de su cuerpo, ni las brasas del hogar, ni los abrazos de Hermann. Ni siquiera las largas caminatas bajo el cielo cuajado de estrellas. La apatía entró hasta en sus sueños. El luto la zarandeaba de un lado a otro. Una barca a merced de las olas. No servía de nada buscar, andar de un lado a otro era un sinsentido: Martina no podía ser encontrada.

–No digas eso –repitió trémula.
–Pero es cierto –sentenció Gustav–. Preferiría que lo hubiesen matado aquí, a entregárselo a Gerhard. En realidad lo maté yo. Lo maté el día que me negué a cederle mis propiedades. Lo condené…, y me condené con ello. Lo mandaron al frente por mi culpa.
–Eso no lo sabemos –interrumpió Hermann que se había desplazado hasta la ventana.

Fuera había dejado de llover, llegaba la media luna, como una vela desplegada, desplazándose lentamente por una brecha entre las nubes. Con su resplandor iluminó la noche por un rato. Su claro puede dejar indefenso a cualquiera. Despierta los recuerdos. Abre las heridas y permite el sangrado. Recordó que su madre le había explicado la razón por la cual siempre mostraba la misma cara, le había revelado los secretos de rotación del astro, pero aquella noche no consiguió recordarlos. Se lo reprochó. Volver a la granja de sus padres, a la del niño que corría tras su padre conduciendo las vacas a lo largo y ancho del valle; al calor y olor que brotaban del cuerpo de su madre, hubiese sido un momento de alivio. Pero la noche había cerrado su puerta y su mente no podía vagar tan lejos.

–Claro que lo sabemos. Fue Gerhard quien avisó a la oficina de alistamiento en cuanto le dije que nunca tendría mis tierras. Vinieron a buscarlo dos días más tarde.
–Pero cabe la posibilidad de que lo hubiesen descubierto igualmente tarde o temprano. Entonces no tendrías ni tus tierras ni a…
–Entonces yo seguiría vivo para él. No le hubiese perdido. Ni Martina me hubiese reprochado el mandarlo a guerra.
–¿Mandarlo a la guerra? ¡Todos estábamos en medio de esa estúpida guerra! –estalló Hermann volviendo al interior de la habitación– ¡Deja de torturarte Gustav! La guerra siempre estuvo aquí. ¡Nació aquí! La engendramos, habitaba en cada uno de nosotros. En mi. En ti. En ella, en Martina… en todos los habitantes del valle. Sin excepción.



0 degustaciones: