Hojas secas (I)



Era otro día de aquellos en que caían de los labios hojas secas, recuerdos marchitos alejándose de la boca con un rumbo resentido. De aquellos, en los que comunicarse resultaba agotador, pues las palabras ancladas, tenían que extraerse de las grutas de las encías. Donde las palabras, en lugar de tender puentes, se ponen a construir profundidad, abriendo una enorme boca entre ambos.

El invierno había entrado fiero, hosco y frío. En cuanto el sol quedó bajo sus pies, y a medida que las estrellas se descolgaban de un cielo que se apagaba, el paisaje se pobló con bramidos místicos. Las vacas respondían a las voces de sus crías con un mugido que estremecía el herbal. La pena, como bestia liberada, serpenteaba con el viento en todas direcciones; de aquí allá, difundiendo su amargura. Las garzas, pesadas, alzaron el vuelo desde el pastizal. El bateo de sus alas, era un sonido tosco y sordo, como unas pezuñas en carrera. Una vacada perdiéndose en el cielo.

De la niebla espesa que desde el bosque lamía la oscuridad, emergió un haz luminoso que se coló por los resquicios de las contraventanas. La luz guillotineó el techo, para desaparecer enseguida, haciendo más oscura la oscuridad. El pozo abierto por la conversación lo engulló todo de repente. Negro plúmbeo. Un nervudo pintarrajo de carboncillo extendiéndose hasta agotar el espacio.

Oyeron detenerse el motor de un automóvil. Se abrió y cerró el portón. En ese momento, él hubiese deseado tener un perro que le advirtiese de esas visitas inesperadas, pero su boca todavía recordaba el sabor de la sangre. En cuanto sus párpados caían, corría colina arriba empujado por la jauría de canes que habían enviado tras ellos. El terror le gritaba: "¡Corre, corre, no mires atrás!", mientras las piernas, extenuadas, le pedían esconderse entre los arbustos de la maquia. En cuanto lo hizo, uno de los perros lo encontró y ambos cuerpos se fundieron. Fueron uno por una eternidad, condensada en un instante, hasta que consiguió apuñalarlo y la sangre del animal se le metió en la boca. La eternidad ha seguido su camino, pero él seguía allí, en compañía del pavor a los perros y el sabor de su sangre. Hay cosas que no se pueden olvidar.

Eran demasiadas las cosas que, ninguno de ellos, no podían olvidar, de todo lo sucedido en ese período de sus vidas. Él y ella compartían los silencios, de la memoria que andaba a su manera errante, pero que siempre volvía temeraria a esos días. Aquellos, en que los recuerdos quedaron atrapados en un estrecho corredor lleno de cuerpos y lamentos. Gente desfigurada. Tullidos. Colmillos. Gritos. Vejaciones. Vaginas asaltadas. Mujeres de almas enlutadas con criaturas en el regazo. ¿Cuántas veces rezaron entonces esperando un milagro que detuviese ese horror? El milagro nunca llegó. Al final lo entendieron. No existía el milagro, pero sí su derrota.

 Las memorias mudas que se leían respectivamente en sus miradas eran testigo de ello. Cuando uno de ellos intentaba hablar de lo sucedido entonces, las palabras no fluían, caían de la boca como hojas secas.
Arrastradas por la gravitación de la vergüenza.
La ley universal de los humillados que impide que su voz se alce.






2 degustaciones:

Carmela dijo...

Hojas secas caen tambien de mis labios que no encuentran palabras...

Un abrazo, Aka.

Aka dijo...

Siempre te quedan las imágenes Carmela, la de ese mar universal que lo abraza todo...
Gracias por los labios mudos.

Un abrazo y que tengas una buen fin de año.