Seguir para no encontrarse (IV)


Gonjasufi: She gone

Cuando el niño era niño…, caminaba con los brazos abiertos, 
quería que el riachuelo fuera un río, el río un torrente, y un charco el mar. 
Cuando el niño era niño, el no sabía que era niño, todo era alegría y todas las almas una. 
Cuando el niño era niño, no tenía opinión sobre nada, no tenía costumbres, 
se sentaba en el suelo, corría por doquier, tenía un tirabuzón en el pelo y hacía muecas al hacerse fotos. 
Cuando el niño era niño, se despierta un día en una cama extraña, y ahora lo hace siempre. 
Antes, le fascinaban muchas personas, y ahora solo si está de suerte. 
Se imaginaba claramente el paraíso y ahora apenas lo adivina. 
No solía pensar en la nada y hoy se estremece con esa idea.
Cuando el niño era niño, jugaba con entusiasmo y ahora solo siente algo parecido cuando se trata de su trabajo...

Cuando el niño era niño… era el momento de hacerse esta pregunta: 
¿por qué soy yo y no soy tú, por qué estoy aquí y no estoy allí; cuándo empieza el tiempo y dónde termina el espacio?
 ¿No es la vida bajo el sol un mero sueño?
 ¿No es lo que yo veo, oigo y huelo nada más que el reflejo de un mundo delante de otro mundo? 
¿Existe realmente el mal y gente que realmente es mala? 
¿Cómo puede ser que yo que soy yo antes de serlo no lo fuera y que algún día yo, que soy yo, deje de ser lo que soy?

Der Himmel über Berlin (El cielo sobre Berlín; 1987)
Escrita: Peter Handke
Director: Wim Wenders




Qué camino tomar, me pregunté entonces. Ahora veo con mayor claridad que el camino era lo que menos importaba, que de hecho era yo el que acababa atravesado por los caminos en los que me internaba. Al igual que todos ellos se cruzaban y sus trayectorias siempre se acababan desviando hacia el mismo sitio, reconduciéndome una vez sí, y otra también, a mí mismo, hacia mi propia alma, hacia aquella conciencia que pretendía haber dejado tan lejos y con la que no deseaba enfrontarme. Tomase la decisión que tomase, el recorrido íntimo que debía llevarme a la confrontación personal resultaba inevitable. Pero entonces no lo sabía. 

Podría haber corrido tras ella. Todavía estaba allí, en forma de punto distante apunto de doblar el horizonte. Unirme unos días más con Kajsa y contemplar como intentaba ensamblar los despojos que dejaba a su paso para rellenar los huecos cuyo contenido aseguraba le había sido hurtado. Podría haber concedido parte de mi ser a su causa, pues ella deseaba ser llena, y yo en aquel momento buscaba desposeerme de mi mismo. Ella actuaba como una persona-agujero definida por su vacío, y yo como una persona-materia que circunda y envuelve su concavidad. ¿Pueden existir el uno sin el otro? Los agujeros se definen como parásitos ontológicos: siempre existen sobre y en algo, no pueden vivir aislados. ¿O será al revés? Todo vacío está rodeado por sustancia, al mismo tiempo que toda sustancia queda definida por los vacíos que la rodean. ¿Qué está dentro y qué está fuera?

Me resultaba difícil distinguir entre lo que yo fantaseaba y lo que consideraba real. Siempre me ha costado. De niño enfermé de sueños y fantasía y nunca me curé del todo. He vivido con fantasías toda mi vida y deseaba despojarme de ellas. Con gran esfuerzo podía vislumbrar la realidad, y conseguir que esta fuese real, seguir su sendero… pero la realidad era violada incesantemente por fantasías. Irme con ella era una fantasía, estaba claro. Cruenta, por posible, pero fantasía tal y como yo imaginaba el viaje. Ya entonces sabía de mi capacidad para hilvanar, y de mi incapacidad para coser, y de como tarde o temprano todo lo que zurzo acaba por desenlazarse. Lo que hubiésemos juntado acabaría desgarrado, mi arte para los remiendos no es muy bueno. Temo acabar oprimiendo demasiado las telas y romper el hilo antes de tiempo. 

Aquel no era mi sueño. No el que aguardaba. No el que tocaba en aquel momento. ¿Si allí no estaba mi sueño, por qué quedarme allí? Así que simplemente me puse a caminar en dirección contraría a la suya. Esperando que alguna carretera me cruzase y me indicase la próxima trayectoria a seguir.

¿Dónde van a parar todas las vidas que no vivimos por vivir la nuestra?



Seguir para no encontrarse (III)


Gabriela Kulka: London calling


55°5300N 26°3200E  

Jelgava, Letonia. 
marzo1995


¿Mi padre? Menos vivo que mi padre no puede estar ningún muerto. Nunca oí conjeturas sobre lo que pensaría o lo que haría en ésta o aquella situación. Un día como otro cualquiera murió. Yo no lo recuerdo, tendría dos años cuando sucedió. Murió. Mi madre le lloró un día, y luego se le enterró. Nunca se volvió a hablar o pensar en él en casa. No al menos en voz alta. Simplemente la familia se olvidó de él. Se le dejó a solas bajo tierra. Tampoco habría mucho que explicar de él, al parecer era un tipo que no sobresalía en nada. Trabajaba en la fundición, y desgastó sus pulmones para un industrial con unos bolsillos vacíos de ética. Eso es todo lo que sé de mi padre. No necesito saber más.

Kajsa me explicaba todo aquello mientras aguardábamos en la esquina de la calle la salida del guardia de seguridad del turno de mañana del supermercado. Según ella, era el más rápido de ellos, y por tanto convenía esperar a que éste se hubiese ido a casa. Bolsillos vacíos de ética, aquellas palabras se quedaron rondando por mi mente mientras inconscientemente palpaba mis bolsillos. Vacíos como era de esperar. ¿Cuál es el volumen de la ética? De todas formas estaba apunto de dejar caer la poca ética que me quedaba en aquellas calles heladas de marzo. Había accedido a ser su cómplice en el hurto de comida de la tienda. Me quedaba algo de dinero, podría entrar y comprar algo pero sabía que ella no lo aceptaría. De alguna forma ella sentía que la sociedad estaba en deuda con ella, y que aquello no constituía delito alguno. El día antes había intentado convencerla que sólo las deudas con uno mismo pueden saldarse, y entonces me explicó la historia de su madre, del abandono, del orfanato, del hacerse cargo de su hermana pequeña, y que mi discurso no cuadraba en su vida. No he tenido vida, me contestó, me la robaron y ahora intento como puedo crearme una nueva, y si para ello tengo que robar no dudaré en hacerlo, concluyó de forma tajante. No resultaba sencillo enfrentarse a ella, su discurso era tan sólido como los edificios de hormigón que nos envolvían, y a eso había que añadirle la fuerza que imprimía toda ella.

–Su mirada. Tiene algo que asusta su mirada. Es agresiva– me confesó un día el chico alemán con el que compartimos habitación. 
–¿Su mirada? ¿Te has parado a pensar cómo la miras tú? Recibes la mirada que das. Los perros asustados solo muerden a quien le muestra miedo.
–¿Y su voz?
–¿Qué le pasa a su voz?
–Escucharla es como asomarse a un abismo, hay una tristeza cruel en su voz. Parece aflorar de una caracola, su sonido no es más que un eco ausente en un cuerpo hueco– quizás en aquello tenía razón, también ella se reconocía huera y sin vida.  

Un codazo suyo me retiró de mis pensamientos. El guarda ya se va, dijo señalando a un bulto que se alejaba calle abajo, es el momento de entrar. Asentí y empecé a caminar hacia la entrada del supermercado. El suelo estaba formado por grumos congelados de hielo. Cristal deslizante. Grueso y transparente. Mis botas gastadas mostraban poco agarre y resultaban de lo más deslizantes. No veía claro como podría salir corriendo de allí sin patinar sobre los grumos de hielo cristalino. Me sentía como un funambulista. Un malabarista de circo que camina torpemente sobre una arena con hombres forzudos y payasos aplaudiendo cada uno de mis pasos. Me llegaban las carcajadas de niños y adultos antes mis torpes avances. Payasos y malabaristas aguardaban mi caída al igual que toda la audiencia allí presente. Y no sé, si aquella sensación se debía a los equilibrios que hacía sobre el hielo de la calle, o a la estupidez que estaba apunto de cometer arrastrado por una chica que había conocido dos noches antes. Me ajusté los auriculares y di al play del radiocasete, los ladridos de una jauría de perros y la línea de bajo de "Been caught stealing" me puso sobre aviso y empezó a subir mis pulsaciones. Estaba listo para la carrera.



Horizonte vertical


President of the united States of America: Kitty


–Su gato parece padecer el síndroma del gato volador, eso el lo que me ha dicho el veterinario.
–No jodas, ¿en serio? ¿Existe eso?
–Eso parece.
–¿Lo has buscado en internet?¿Qué diablos es un gato volador?
–No, todavía no me ha dado tiempo de informarme un poco más de lo que eso implica. Pero parecer ser que se trata de gatos con una exagerada tendencia a moverse por las alturas, saltar y tentar la suerte de la caída de una manera desmesurada. Añadiendo a ello una mala capacidad de cálculo de las distancias.
–Vaya. Resumiendo: un gato suicida.
–Algo así.
–Una version científico veterinaria de las populares sietes vidas del gato.
–Si quieres verlo así, puede ser. Pero uno que agota las siete vidas a mayor velocidad que los otros.
–A todo eso, ¿qué le ha pasado esta vez?
–Afortunadamente no mucho. Se ha fracturado ligeramente la mandíbula inferior, y se ha roto, otra vez, una bolsa celomática. Como la última vez, se pasará tres días durmiendo y reposando en su cesto, se levantará para comer, eso sí debemos darle comida blanda, nada de comida seca durante un mes…
–¡Vaya con el señorito! ¿Estás seguro qué no sabe lo que hace cuando se arroja por la terraza?
–¡Vamos! La comida blanda tampoco le gusta tanto. No hasta el punto de lanzarse por la ventana o la terraza desde un quinto piso para disfrutar de ella unas semanas, digo yo.
–Bah, de este bicho no me sorprendería nada. Nos tiene dominados, no son de fiar estos mininos. ¿Sabias que son portadores de un protozoo parásito? 
–Si claro, como muchos otros animales, también nosotros somos hospedadores de parásitos.
–Ya, pero el suyo es maquiavélico. Gato y parásito están compinchados. Del gato pasa a ratones y ratas, se enquistan en sus cerebros y allí modifican su conducta. Los pobres ratoncillos infectados se vuelven intrépidos y descarados, y en vez de huir de los felinos se pasean vacilantes ante ellos. El parásito inofensivo para el gato, se sirve de él para hacerse con ratones de una manera sencilla.
–Elegante solución, ¿no crees?
–¿Quién te asegura que no usa las mismas tretas con nosotros? Le cedes tu rincón del sofá, se tumba sobre tus libros y te impide leer y estudiar, le haces carantoñas cada vez que las exige… Te tiene dominado.
–Sí, tanto como a ti. Pasa las noches en tu habitación, y en cuanto maúlla un par de veces corres a llenarle el cuenco de comida.
–Maldito bicho. Seguro que tenemos un quiste de esos en el cerebro que nos manipula de manera que sintamos la necesidad de cuidar con el mayor esmero a los gatos. ¿Cómo explicas sino ese placer incontrolado por rascar sus tripas cuando ronronea despachurrado al sol en la terraza? Estamos siendo controlados al igual que los ratones que salen de sus madrigueras y bailan frente a los gatos ofreciéndose en sacrificio. Generan ratones mansos, que sienten una extraña neuropasión por constituir su cena fácil, y humanos esclavizados y serviles para satisfacer todos sus placeres. Heredarán el mundo y se les rendirá pleitesía. Tiempo al tiempo.
–Ojalá. Mejor una oligarquía gatuna a una mercantilista como la actual.



Rumbo a Tarsis


Goran Bregovic: Bubama



Pero Jonás se levantó para ir a Tarsis, lejos de la presencia de Yahvéh. 
Bajó a Yoppe y encontró una nave que iba a zarpar hacia Tarsis. 
Pagó el pasaje y se embarcó en ella para ir con ellos a Tarsis, lejos de la presencia de Yahvéh.

Libro de Jonás 1 (siglo VIII a.C)


La conocí a través de Julia. Julia trabajaba en la librería Tartessos cuando nos conocimos. No recuerdo exactamente dónde tuvo lugar nuestro primer encuentro, pero sí la primera vez que vagabundeando por el barrio gótico pasé junto a la librería y la descubrí allí dentro. Tartessos tenía un techo alto, con estanterías que se enfilaban por sus paredes hasta sus confines, y en la que que se respiraba el desorden. La entropía de libros que se mueven, que no son mero adorno, sino que viven sus letras y las hacen saltar de las páginas. Miles de libros se amontonaban en sus estantes, y otros cientos lo hacían sobre las mesas o en el suelo, junto a la bicicleta del dueño. Y entre todo aquel mar de letras estaba Julia, con una sonrisa amplia. Siempre adornaba su rostro con una sonrisa dulce. Aquello me cautivo, la  mueca de felicidad enmarcada en una larga melena ondulada y el vestido largo y holgado que vestía. Creo que nunca llegué a ver sus pies ni si llevaba calzado, para mí era como una chica etérea que arrastraba un vestido tras de sí. Tenía conocimiento de todos los libros que se escondían en aquella librería, incluso los que habitaban sus rincones más viejos. Tiraba de uno y otro y al final siempre acababa apareciendo el libro por el que el cliente preguntaba, y desentrañaba al mismo los secretos de las diferentes ediciones de cada publicación. Me enamoré de su concepto primero, y luego de sus palabras el día que leí un artículo que graviataba alrededor de la vida y obra de María Zambrano. 

Al fondo de la librería fue donde me enseñó por primera vez su proyecto de libro. Aquel poemario ilustrado con fotos de Chloé. La amiga francesa, llegada desde la Normandía a Barcelona un año y medio antes. Chloé trabajaba en la misma calle, en un restaurante de bagels. Es decir preparando y sirviendo bocadillos en unos panecillos circulares a los que alguien les había robado el centro. Por no ser una mera barra de cuarto de pan blanco, el lugar gozó por un tiempo de cierto éxito. Aquellos panecillos que cocía en agua aromatizada con miel antes de hornearlos para hacerlos más densos, parecían gustar y tener su clientela fija. Hicimos del lugar un punto de encuentro aquel verano. Chloé disfrutaba de la fotografía, y andaba todo el día, cuando no estaba amasando u horneando, robando imágenes por todo el barrio sobre su bicicleta. También escribía cuentos para niños y colaboraba en un teatro de marionetas afincado en el Raval. Me convencieron para que ilustrase uno de sus cuentos, que la tinta diese forma a sus palabras y a ello me dediqué parte del verano y el otoño siguiente. Me distraía de la rutina del trabajo y me permitía disfrutar de su compañía y proyectos.

Aquella fue una buena época, en la que el tiempo se dilataba y caminaba ocioso de mi mano por todos los rincones del casco antiguo retratando calles, portales y habitantes. Ya hace algunos años que la librería cerró, la cultura cedió y en su lugar se erigió una tienda de moda de ropa juvenil con música estridente. La tienda de los bagels padeció una suerte similar, y la ciudad se me muestra más extraña cada vez que vuelvo a ella. Cada visita me sorprende con unos barrios cambiados, cada vez más ajenos a los que conocía, con el presentimiento a veces de haber vivido en un barrio soñado. Al menos me satisface comprobar que los cines Méliès siguen funcionando, y que todavía practican su filosofía de sesión continua. Las butacas viejas siguen igual de incómodas que siempre, oscura como debe ser una sala de cine, vacía la mayor parte de las veces y con una cartelera de películas temáticas en versión original semanal. Recuerdo cuando convencí a Enric para ver, por el precio de una entrada y de un tirón, la filmografía de Kusturica. ¡Cómo salimos emborrachados de vientos nómadas y gitanos tras las proyecciones! Bailamos calle abajo perseguidos por una fanfarria de músicos zíngaros comandados por Bregovic saltando con los dos pies dentro de un charco cada vez que el maestro gitano hacía chocar sus platos. El sonidos de sus vientos nos acompañó en cada una de las cervezas que bebimos aquella noche. La banda completa de metales y percusiones nos seguía al completo. Gatos y perros callejeros nos reverenciaban, un espíritu zíngaro se apoderó de nosotros aquella tarde, un espíritu que nos arrojaría a los caminos, las estaciones de trenes y a descubrir los sonidos de otros países.


Las dos fotografías centrales son autoría de Carlos Lorenzo, fotógrafo de Barcelona. Han sido extraídas de su blog: Barcelona PhotoBlog
http://www.barcelonaphotoblog.com
La última imagen corresponde a un fotograma de la película de Emir Kusturica  "Tiempo de gitanos" (1988)

Tartessos fue el nombre que otorgaron los griegos a la que creyeron la primera civilización de Occidente posiblemente situada en el suroeste de la península Ibérica que alcanzó su mayor esplendor cuando empezaron a relacionarse con los enclaves fenicios. Gerión fue su primer rey mitológico, un gigante tricéfalo que pastoreaba manadas de bueyes a orillas del Guadalquivir. Una de las doce pruebas de Heracles consistía en robar uno de sus bueyes. Otra leyenda dice que Gerión fue el gigante que mató Heracles y sobre el que edificó la Torre de Hércules en A Coruña. 



Dientes de león


Yan Tiersen and Shannon Wright: Ode to a friend


El mundo ha dado un giro completo desde mi marcha de la isla.

Fuera llueve con intensidad. Es el otoño apremiando al verano. El otoño destiñendo el verde de los árboles, arrastrando la clorofila acumulada en sus cloroplastos y virando su espectro visible. Nadie pasea. La calle está en silencio, la lluvia golpea de manera intermitente el cristal de las ventanas. El silencio tiene su propio sonido, uno constante, un sutil zumbido permanente donde todo queda magnificado. En la oscuridad de la habitación miro la cúpula, y me entretengo imaginando que coloreo el plano y blanco techo que pesa sobre mí con ceras de colores. Esbozando un cielo de soles brillantes y nubes blancas sobre un fondo azul que fuera se me niega. Todo lo que está vacío en el dibujo hay que rellenarlo, solía decirnos la maestra en el colegio.

Todo lo vacío hay que llenarlo, pero uno a veces no sabe muy bien con qué hacerlo. Aún soy capaz de sentir en las yemas el relieve que descubrí en tu espalda la primera vez que te desnudé. He pasado horas repasando con los dedos la leve cicatriz del tatuaje que adornaba tu omoplato. Soy capaz de percibirlo aún en tu ausencia y de dibujarlo suavemente sobre cualquier superficie, en un automatismo cruel y perverso que me lleva una y otra vez a recorrer el tallo tatuado del diente de león en fruto. El de la flor y sus aquenios soplados por un viento cálido y eterno, el que bufaba sobre tu cuello, que los ha capturado escapando de su flor en pos de tu cuello. Cuello alrededor del cual también han quedado atrapados mis dedos, y yo con ellos. Enzarzados en tus sedosos cabellos dorados. Tu has desaparecido y me he quedado a solas con una cicatriz que ni tan siquiera es mía. Que no está impresa sobre mi dermis y por eso duele. 

Todo lo vacío hay que llenarlo, incluso la cama. Sobre todo la cama, no puede quedar blanca. No puede enfriarse. En la cama, la última vez que hicimos el amor, nos quedamos en silencio. No apoyaste tu cabeza sobre mi hombro, ni me cubriste el vientre con el muslo tibio, no te calentaste los pies fríos entre mis piernas como habías hecho otras veces. Simplemente te quedaste mirando el techo en silencio, pensando. Un techo blanco y liso. Un techo vacío. Un vacío que auguraba la despedida de la mañana y que se había anticipado reptando entre las sábanas.

Todo lo vacío hay que llenarlo, insistía la maestra mirando sobre nuestras espaldas. Y yo afilaba bien los lápices para rellenar minuciosamente todos los espacios, incluso los más finos y pequeños detalles. Apuraba los colores, repasando cada una de las áreas blancas del dibujo hasta que el vacío caía del folio. Entonces los vacíos eran evidentes, y sus límites nítidos. El vacío que ahora percibo es absurdo y escurridizo, no atisbo a comprenderlo y por ello no consigo colmarlo. He dibujado cientos. Miles. Quizás más de miles de dientes de león y el agujero sigue allí. Insaciable. Cuan aquenios dispersándose en el tiempo. El mundo dará giros completos y éste vacío irá perpetuándose.


Nombres comunes con los que es conocido el Taraxacum officinale (fuente: Real Jardín Botánico, Proyecto Anthos):

Abuelitos, abuelo, achicoria, achicoria amarga, ajonje, ajonjera de botón, almirón, amapoles, amargadera, amargazón, amargón, berbajas, calceta, camaroja, canuto, cardeña, cardeñas, chicharrina, chicoinas, chicorias, chupas, churramama, clavel, clavel bravo, clavel del diablo, clavel de sapo, diente de dragón, diente de león, diente de león oficinal, faroles, farolillos, flor de macho, flor de pis, flor de sapu, fozones, girasoles, hocico de puerco, jarol, lechacino borde, lechacino bordo, lechariega, lecharina, lechera, lecheriega, lecherín, lecherina, lechiriega, lechuguillas, leicheriega, losilla, majitos, meacamas, mediaonza, meona, pajito, pajitos, pelosilla, pelufre, pitón, pitones, reloj, rosa amarilla, roseta, tallos, taraxacon, taraxacón, vilano, volador, yerba león, zapatero, zarrajuelas.

Planta con flor amarilla de la familia de las asteráceas.  Todo y ser considerada una mala hierba, sus hojas y flores suelen consumirse en el Mediterráneo en ensaladas, y se le atribuyen múltiples propiedades medicinales, especialmente usos purificadores para eliminar toxinas de hígado, riñón y vesícula billiar, o en uso tópico sobre la piel para combatir el acne, urticaria y otras irritaciones dérmicas.

Que me susurren cuentos


Tarantella: A chi sa dove sara


El cielo un mar de colores. 

Un mar de telas extendidas de banda a banda de las callejas del zoco protegen del sol el suelo recubierto de cañas atadas, sujetas por cuerdas de lino. Los pies se cruzan en un caminar gatuno torpe que me arremete de un lado a otro, ayudándome con las manos para mantener el equilibrio. Las calles se retuercen como entrañas sobre si mismas para no llevarte a ningún lado, adentrándose en la penumbra. Los misterios son circulares. Ojos negros observan desde sombras de hollín que los bordean. Repelen el sol y sus reflejos. Pozos opacos. Caigo en ellos. Me contiene lo arcano que su mirada difunde. Sus largas y curvadas pestañas moldeadas por los vientos alisios. Deliro con los motivos florales que adornan sus manos, tallos y figuras geométricas que se expanden por las fachadas de las casas sobre las que reposan. Un gato de jena, bermejo, se desdibuja frente a mí para convertirse en un galimatías geométrico que se esconde bajo sus piernas. Trepo por ellas, están sudorosas. Caen gotas cálidas y gomosas como lava por sus muslos. Me incitan a querer descubrir el cuerpo que esconde esa mirada. Esos labios ocultos tras un velo de azul índigo, el color del techo de su hogar, del cielo del Desolado. Pasos que saben guiarse por el sol, que escuchan el silencio. Miradas que no sueñan con llegar a ser, porque ya son. Corazones que se acompasan cada tarde al pot–pot del hervor de la tetera, donde no hacen falta relojes porque tienen tiempo. Quiero que me arrastren con ellos a su desierto, al Desolado donde el cielo vira de azul a rosa, rojo, amarillo, verde antes de iluminarse con el destello de las estrellas. Que me susurren cuentos una y otra noche mientras dormito tendido descalzo en la arena tibia sobre sus pezones como uvas. 

No despertar de este delirio febril de sudor frío que recorre cuello y pecho.


Merzouga, Meknès 2011







Seguir para no encontrarse (II)


Persian Claws: Novacaine

55°5300N 26°3200E  cellisca persistente.  

Jelgava, Letonia. 
marzo1995


No era tan mala madre, antes de abandonarnos se aseguró de prepararnos la merienda para que al volver del colegio tuviésemos algo que comer. Allí estaba, como cada día, el vaso de leche en medio de la mesa y cinco, ni una más ni una menos, siempre cinco galletas bien apiladas con un par de pastillas de chocolate coronándolas. ¿No la convierte eso en una buena madre?¿No la exculpa por abandonarnos?

Yo sufría, sufro todavía un gran vacío que no consigo llenar con nada, y mi angustia alcanzaba a mi madre, la cual presentía todo aquel dolor. Le contagiaba mi descontento. En una ocasión me dijo que de saber que iba a sufrir tanto habría abortado. Llegó a reconocer que odiaba la idea de vivir de aquella manera, y de habernos forzado a mi hermano y a mí a padecer la vida. No tengas nunca hijos, me recomendó una vez, tus hijos no-natos te agradecerán que les evites éste trámite absurdo. Solo una buena madre podría dar un consejo como ese, ¿no te parece? Tanta sinceridad solo puede provenir de alguien que realmente se preocupa…, porque ella siempre se ocupó de nosotros, cuidó de nuestras necesidades y se desvivió por ello. Se vació por nosotros y finalmente se rompió su fragilidad adoptada… yo con mi incapacidad por la felicidad la arrastré a abandonarnos, de no alejarse de mí se hubiese consumido. Su pequeño y débil corazón no lo hubiese resistido. Yo la empujé a abandonarnos. Eso la salvó.

Una vez, nuestra vecina la encontró balanceándose como un péndulo en la cocina. El suyo fue un intento sincero, un gesto desesperado, muy lejos de mis escarceos con el suicidio. Lo mío siempre fueron juegos, meras curiosidades por saber que se siente cuando uno va hacia la muerte. No sé…, quizás esperaba llenar con aquellas sensaciones el agujero que persiste en mis entrañas. Nunca he tenido una intención real de matarme, todo y la desilusión que me capitanea me aferro a la vida y a la esperanza de que encontraré en ella lo que me falta, por eso estoy en la carretera. No busco, no serviría de nada, pero me muevo de manera errática con el fin de topar con ese algo. Aumentando mis posibilidades. Encerrarme en casa o clasificar cartas en correos no funcionaba, así que decidí un día marcharme…

Mientras me explicaba todo aquello paseaba las yemas de sus dedos por las cicatrices de sus antebrazos, redibujándolas todas ellas. Recorriendo con su tacto sus memorias. Luego sin más, apagó la luz de la habitación y nos sumimos en el silencio. Dos puntos candentes. Dos cigarrillos que se consumían silenciosa e individualmente en la oscuridad. 

Fuera seguía cayendo aguanieve. 



La noche de las efímeras


Family Band: Hatred


"Ser feliz significa poder percibirse a sí mismo sin temor"
Walter Benjamin (Berlín 1892 – Portbou 1940)



Si pasas la mano por la superficie del agua queda la huella, y su estela cabalga corriente abajo. La música del río y la brisa meciendo las hojas de los chopos temblones se extiende por la ribera, y se deposita sobre las flores polinizando con su melodía los colores reflejados por el sol que se ahoga en el horizonte. Oscurece, y con la oscuridad los seres luminosos que habitan la profundidad de las aguas emergen. Seres que son luz en la sombra. 


Es la hora de los efímeras, y hoy es su noche. Miles de ninfas emergen de bajo el agua y realizan su última metamorfosis, mudando de seres acuáticos a insectos frágiles provistos de unas delicadas y translúcidas alas que resplandecen en la oscuridad. Cubren por completo el margen de la riera, se sujetan al tallo de las hierbas que crecen en sus orillas aguardando que sus alas se sequen para emprender su único vuelo antes de fallecer al alba. Efímera, así es su vida. Apenas un destello en una noche de verano.

No tengo más que unas pocas horas para hacerme con algunas de ellas, preservarlas para luego estudiarlas, diseccionarlas y estudiarlas con todo detalle.  El espectáculo es mágico, la superficie del agua está cubierta por las efímeras que no cesan de emerger atropellándose las unas a las otras para alcanzar la orilla. ¿Quién se preocupa por las efímeras? ¿Quién las conoce? Yo aún retengo en mi memoria mis primeros encuentros con ellas. 

Recuerdo las noches de verano en casa de los abuelos cuando llegaba la noche de las efímeras. Llegaban atraídas por las luces y se agolpaban en las ventanas,  tras sus cristales, cayendo sobre el alféizar, caminado torpemente sobre el mismo. Entraban en bandada por la terraza, como una ráfaga de viento y caían sobre el suelo pedregoso del comedor. Aún oigo el sonido de la escoba del avía barriéndolas de nuevo hacia el exterior, combatiendo con ellas. Recuerdo esas noches, porque era de las pocas en las que la abuela no conseguía mantenernos en la cama con sus cuentos. El comieron perdices y fueron felices –porque para ella la felicidad debía ir precedida de una comida abundante–, no funcionaba aquellas noches. El hambre sufrido en la postguerra había quedado tan grabada en su memoria, que giraba el final de todos los cuentos que nos relataba antes de acostarnos. Hambruna que nos recordaba con cada cena. No concebía una comida sin dos platos, postres y pan. Sobre todo pan, ella apenas comía de lo otro, lo cocinaba para nosotros, pero el pan que se le había negado en la juventud era entonces su alimento más preciado. 

Nunca vi fotos de su adolescencia, pero cada vez que mencionaba sus incursiones a Portbou con su madre en busca de harina, mantequilla o azúcar, imaginaba una joven en tonos grises con vestido hasta las rodillas, chaqueta de lana y zapatos gastados caminando de la mano de su madre por un camino polvoriento delimitado por jaras, romeros y retamas en flor, siguiendo una columna de personas también grises, casi sombras, hasta el pueblo de Portbou. Pueblo columpiado por el viento de tramontana e instalado en una costa heredera de fronteras borradas, allí donde los Pirineos se zambullen en el Mediterráneo. Donde la cal pinta las fachadas de sus casas y donde las barcazas dormitan bocabajo en la playa aguardando a sus pescadores. Toda la escena debía ser en matices grises, los que van del blanco al negro, no podía ser de otra manera, no hay colores para pintar un conflicto bélico ni sus secuelas.

Nadie escapaba a las copiosas cenas de la abuela, más que el abuelo. El avi se alimentaba por aquel entonces de un simple arroz caldoso con ajo y una tortilla francesa de un huevo. Arroz blanco y tortilla, esa era su cena desde que tengo memoria, nunca le vi alimentarse de otra cosa. Superó sus tentaciones y abandonó sus anteriores comidas a base de judías blancas y butifarras por un puñado de arroz y un huevo. Del primer cáncer se desprendió del tabaco, se olvidó voluntariamente de los casi tres paquetes diarios que había fumado desde su infancia, y de su segundo cáncer se olvidó de las comidas abundantes y copiosas, igual que se había desprendido de todo recuerdo de la guerra y postguerra. Nunca deseaba hablar de ello. Se irritaba me decía ya cuando yo era algo mayor. Si un día empiezo a hablar no podré detenerme,  argumentaba, así que callo.

Las experiencias son como la mano en el agua, dejan huella, una huella apenas perceptible con el tiempo pero cuya estela sigue presente, fluyendo en la piel de cada uno. Sometiéndolo a sus propias tormentas. A sus perturbaciones de la memoria.


Walter Benjamin, filósofo y crítico literario alemán de tendencia marxista, amigo de Bertold Brecht y Theodor Adorno. Tradujo las obras de Marcel Proust y Charles Baudelaire. Su afiliación a la escuela y filosofía marxista le obligó a huir de la Alemania nazi. Murió en la Portbou por sobredosis de morfina al ser entregado por las autoridades fronterizas españolas a la policía francesa en un Francia ya por entonces ocupada por los nazis. 


Lena al lector de su cuento (el cuarto de los pasos perdidos)


Una estación de tren yugoslava después de la guerra, y no hay nada más que añadir. Cabe imaginar una sala de espera con el suelo damero y la madera carcomida de las ventanas junto a la única puerta de salida, que rechina por el viento gélido de marzo. Bajo un cielo, que en ocasiones, sólo después de la guerra, se vuelve del color del chicle de fresa. Los silbidos del aire y un mendigo dormitando en uno de los bancos, el aire cargado por su apestoso aliento a vinazo. No seguiré para no ponerme retórica y complacer gratuitamente a mis profesores. Tras el aviso del guardagujas se levantaron para abandonar la sala de espera. Ella no dijo nada durante su camino al estrecho vagón.

Únicamente cuando la vio detrás del cristal, comprendió el hermano, que esa mujer no sólo no lo amaba sino que, por lo intenso de su mirada, ya estaba amando con fuerza a otro hombre. Fortalecida en su belleza por el anuncio del viaje y la traición, comenzó a agitar su pañuelo de seda, del que nunca se separaba. Llevaba consigo tres maletas, cada una más pesada que la anterior, la más ligera dedicada en exclusiva a sombreros, guantes y pañuelos. El tren se puso en marcha hacia el hermano no sabía dónde. No conocía el destino de ella, por increíble que parezca. Como dice la canción popular: 
Ella se fue/
cada vez más lejos/
desde que vino.

Así que en un acceso de impotencia decidió arrancarse las mangas de la camisa, el mismo gesto que volvió a repetir en mi salón frente a todos los que allí estábamos reunidos. Simulando que el hueco entre mi salón y la cocina era la cristalera opaca del ferrocarril, retrocedió cinco calculados pasos. Y de esta manera, cada uno pudo ver lo mismo que vio su amada, y hasta el jefe de estación, el día de su despedida (¡ah!, todo bajo la espesa niebla del Sava): un magnífico tatuaje que surcaba su bíceps derecho:

TE AMO ETERNO, GISELLE






Cristian Crusat
Breve teoría del viaje y el desierto (2011)
Editorial Pre-Textos. Valencia, 108pp