Sucesiones convergentes en el infinito



Corría tan rápido como mis piernas me lo permitían hacia el infinito, hacia el objetivo marcado tantos años atrás, tantos que resulta imposible rastrear el origen del mismo. Está allí, es un objeto indefinido y brumoso en perpetua suspensión y punzamiento con el universo que gravita a su alrededor. Avanzo en su dirección pero nunca lo alcanzo, enredado en la paradoja de que al recorrer la mitad del camino, me queda todavía la mitad del camino restante, y que al avanzar la mitad de la mita restante me seguirá quedando la mitad de la mitad, y que así será siempre: mitades de mitades, medios caminos hasta el infinito. 



Infinito, que palabra tan vasta. La primera visualización del mismo no tuvo lugar frente al mar o un horizonte recortado por numerosas montañas, sino algo mucho más banal. Imaginé un paisaje de dunas inmenso de pipas. Sí, aquella fue la primera vez que me enfrente a tan gran concepto. Tendría por entonces  ocho o nueve años, y mientras mi padre miraba de explicarme aquel nuevo vocablo, yo pensaba como aplicarlo a la diminuta bolsa de pipas saladas que estaba comiendo a la salida del colegio. ¿Sería posible dar cabida al infinito en una de aquellas pequeñas bolsas de duro Churruca? Una que fuese inagotable, donde cada vez que se sumergiese la mano, o se volcase sobre la palma, uno obtuviese una buena cuantía de aquenios de girasol. Que alcanzasen para cubrir todo el camino desde la escuela hasta casa.

De haber tardado un par de años más mi padre en definirme el infinito lo hubiese visualizado en forma de kikos, puesto que con el tiempo sustituí las bolsas de pipas por las de maíz tostado. Me gastaba las cincuenta pesetas que me daban como paga mensual en el kiosco de la plaza que cruzaba cada día a la salida del colegio. Allí, todos nos abalanzábamos  sobre el mostrador para obtener un  par de bolsitas de ricos y crujientes granos de maíz inflado y tostado. Entonces los objetivos estaban claros, eran sencillos, realizables. Luego, en algún momento, todo empezó a complicarse, tanto, que al final los objetivos resultaron irreconocibles, lejanos y ausentes de la vida cotidiana, agotados en el limbo del infinito.

Cuando ya me había acomodado a la idea de que era imposible y ridículo perseguir una cosa cuyos límites no estaban bien definidos, que los objetivos eran una quimera sin sentido, y ante lo cual decidí vivir mi vida como un turista de mi mismo, dejándome sorprender por mis erráticos andares, eludiendo cualquier grupo guiado por un paraguas en alto entre las multitudes, descubrí que el infinito era posible. La suma de la mitad de algo más la mitad de la mitad de algo, y así sucesivamente converge en algo completo. Mierda, los objetivos volvían a ser alcanzables. Una fórmula, unos simples y estúpidos juegos aritméticos, me despertaron de mi letargo, de la ruta ociosa y caprichosa en la cual llevaba tiempo inmerso, y que ahora me repelía de nuevo. La felicidad de vivir sin un mañana, plenamente auto-convencido de haberme perdido en la inmensidad de lo inalcanzable, me fue despojada por una ecuación que debería haber sido capaz de resolver muchos años atrás. Así que volví a lo realista, que no por ello real, de perseguir un objetivo. De vivir en pos de un sueño. 




Anzuelos en la memoria



Me miró el ojo del pez fijo hasta el improperio, condenándome por su destino.

Era la primera quincena de setiembre, la despedida del verano, con viento de tramontana, arbustos enmarañados en tierra y barcas danzando en un mar revuelto. Había caído la tarde, la gente había abandonado la playa y solo restaba el ruido admonitorio del mar arrastrando las piedras. Al final de la cala, sobre las rocas, un par de pescadores aficionados herían el agua con sus anzuelos repetidamente. De la mano de mi abuelo llegamos hasta ellos, y mientras iniciaban una conversación banal sobre el estado de la mar y la pesca, mi  curiosidad se centró en el cubo de plástico de uno de ellos.

Al asomarme a su interior, me encontré con un pez herido. Exasperado, ahogándose. Sus branquias se expandían y contraían espasmódicamente, pero aún así sus agallas colapsaban en masa ante la ausencia de la ingravidez que le proporcionaba el medio acuoso. La espina dorsal contorsionada y tensa se revolvía en aquel limitado espacio, al tiempo que sacudía coletazos. Los golpes resonaban en el interior del cubo, como las palpitaciones de un corazón arrítmico próximo al desfallecimiento.

Al final, rendido, dejó de moverse, y fue entonces cuando me miró. Atrapado, como si me hubiese arrojado el anzuelo que aún lucía sobre su labio, no pude evitar su mirada inmóvil. De tener párpados los peces, se los hubiese bajado para así deshacerme de su visión, y esconder así mi vergüenza. Huir de aquellos ojos piadosos y acusadores al mismo tiempo, que imploraban que lo rescatase, que lo devolviese al mar. No lo hice. No me moví, no dije nada. Me limite a observar como se cerraban sus branquias y expiraba. Yo sí cerré los ojos, pero al abrirlos, el suyo seguía allí. Los gritos de las gaviotas se transformaron en carcajadas despiadadas, y las piedras movidas por el oleaje en murmullos.

Un enorme cuerpo oscuro con la piel de una ballena, superficie lisa y aceitosa, me acosó aquella noche. Volaba con la ayuda de unas aletas minúsculas que no hacían ningún ruido al batir, y su cola daba golpes de manera inquietante y  sin necesidad. Pero lo peor de todo es que en su rostro lucía un enorme ojo fijo de pez. Me atormentó aquella aparición no solo esa noche, sino unas cuantas. Me sobrevolaba y observaba, sin emitir sonido alguno nunca, para eso ya estaban las gaviotas que aleteaban a su alrededor o cabalgaban sobre su dorso. Cuando despertaba sobresaltado, me parecía seguir oyendo bajo mi pecho, los coletazos que se resistían a lo imposible.



–Deberías ir a verle –me sugirió mi madre–. Esta vez está realmente mal. Seguro que agradece tu visita, siempre has sido su nieto preferido.

En los últimos cinco años habían ingresado a mi abuelo cuatro veces en el hospital. Siempre con el mismo diagnóstico: el cáncer que le había sido detectado más de veinte años atrás no cesaba en su empeño de expandirse, de abrirse camino entre sus tejidos con el fin de autodestruirse. Y siempre, a la semana de observación, lo enviaban de regreso a casa sorprendidos por la repentina recuperación. El doctor cada vez que le firmaba el alta, bromeaba con él, que si por casualidad mi abuelo moría antes que él, cosa que empezaba a dudar, tenía que dejar que lo analizase. Que aquellas recuperaciones milagrosas eran dignas de estudio, sucesos hasta entonces incomprensibles para la ciencia. Mi abuelo no solía escuchar demasiado los comentarios del médico, años atrás ya había modificado sus hábitos, dejando el tabaco y reduciendo la ingesta de comidas copiosas. A sus años, se decía, ya no valía la pena regular el placer, después de todo, consideraba todos aquellos años como un gran regalo de tiempo extra.

Nunca me han gustado, y en lo posible siempre he mirado de evitar ir a los hospitales, pero aquella recaída parecía realmente sería. Llevaba más de diez días en uno de ellos, y a diferencia de las veces anteriores no daba señales de recuperación. Así que me dispuse a visitarlo. Lo necesitaba de vuelta en casa, de sus consejos, de pasar una tarde hablando de dibujo, libros o ciencia. Sentarnos en el banco del parque y comentar a medida que las bolas eran lanzadas, las jugadas de petanca. No podía presentarme con las manos vacías, sabía que eso no funcionaría, necesitaba mantener con él una conversación “normal”, como si estuviésemos sentados en el comedor de casa. Sólo así reaccionaría y volvería a deshacerse de aquel tumor perseverante. Busqué entre mis libretas, y seleccioné un par de ellas, para mostrarle mis últimos esbozos. El dibujo y la pintura fueron unas de sus grandes pasiones.

El bullicio de la entrada del hospital desapareció a medida que iba adentrándome en sus pasillos, hasta el punto de escuchar tan solo el eco de mis pasos. Me detuve, desorientado por el vacío experimentado. Podía oir el latido de mi corazón. Sístole y diástole en perfecta armonía: bum bum, bum bum. Bajo el encerado suelo apareció, para inmediatamente desaparecer, la silueta de aquella ballena amorfa y aceitosa. Quedé paralizado, hasta que una enfermera me arrancó de aquella ilusión. 

–¿La habitación 403? Si, tuerce en el próximo pasillo a la derecha, y una vez allí, la segunda puerta. Otra vez a mano derecha.       

Seguí sus indicaciones, hasta dar con la puerta. Respiré hondo, hice lo posible por secar el sudor frío de las manos, y giré el pomo de la puerta con cautela. El cuarto estaba con claro-oscuros, con las persianas a medio bajar para evitar el sol de la tarde, y una cama solitaria que yacía vacía. Dí unos pasos hacia el interior, y enseguida me percaté que el suelo estaba húmedo. Un charco de agua se extendía desde debajo del camastro. Lo seguí y fue al otro lado cuando lo vi. Sobre la mancha de agua, estaba el pez agitando la cola, desorientado, buscando un mar que le había sido arrebatado. Al final cayó de lado y volvió a mirarme fijamente. Allí quedó tendido, y yo junto a él, sin mediar palabra. Cautivado por todo lo que aquella mirada expresaba. 

El mar, un imposible. Fuera, las gaviotas gritaban.   





Solsticio de verano



Una antigua tradición cuenta que durante este día las jóvenes que deseen conocer a su futuro marido deben recoger del monte siete tipos de flores distintas y saltar siete vallas (gärdesgård, cercas tradicionales de madera que limitan las propiedades para mantener a los animales fuera), amagar bajo el cojín el ramillete creado, y dormir sobre el mismo. El sueño les revelará al chico que les pedirá matrimonio. Ese mismo día los chicos deben esforzarse por aparecer en los sueños ofreciendo a las jóvenes un vaso de agua de las fuentes primaverales que dejaron el invierno. 


Resulta sorprendente con una mirada presente la inocencia de estas tradiciones. No recuerdo haber visto nunca a ningún joven acercarse a una chica para ofrecerle agua de un manantial, no se si por vergüenza o por pereza, por el sacrificio implícito que conlleva desplazarse hasta el bosque a buscar agua fresca que fluya directamente de los hielos fundido con la primavera. Ellas, algunas, siguen decorando sus cabezas con coronas trenzadas de hojas y flores robadas del prado, mientras ellos las observan bailar junto al mayo (poste en cruz decorado con hierbas y flores) en corros familiares de niños y padres danzando y cantando alrededor del palo para dar la bienvenida al tan esperado verano. Las hogueras se encienden por la noche, nunca oscura por estas fechas con un cielo compartido por sol y luna por unos días, pero las grandes ya han ardido la noche del 30 de abril (Valborgsmässoafton) para recibir la primavera prendiendo toda la hojarasca que ha dejado el invierno y con ello despidiendo la oscuridad y el frío. Los chicos ya se atrevan entonces, quizás, a dirigirse a las jóvenes. Han bebido snaps suficientes a lo largo de la jornada como para invitarlas a compartir con ellos las primeras patatas de la temporada y las conservas de pescados.

Acaban ellos ofreciéndoles alcohol, y ellas olvidan recoger un ramo de flores de vuelta a casa. Así resulta difícil invocar los sueños.




diarios islandeses (xii)


Atravesamos el centro de la ciudad hasta llegar al paseo marítimo que la deja atrás para llegar hasta la isla de Viðey. La mañana es radiante, las nubes se han disipado y el azul se ha vertido del mar al cielo. Recorremos casi toda la bahía de Kollafjörður hasta que al final se detiene en un rompiente tapizado de musgos y hierba. Sin decir nada se sienta en una roca, y me invita a hacer lo mismo. Esperemos aquí un momento, casi me susurra, quiero que veas algo. No añade nada más y centra su vista en el paisaje que nos envuelve. La imito y miro al vacío cortado ocasionalmente por una gaviota arrastrada por la brisa. Un zampullín rompe el silencio y se deja caer al agua cerca nuestro para desaparecer y aparecer unos metros más allá. A la luz del sol tomo conciencia que sus ojos se mimetizan con el océano, que una variedad de estelas azules se arremolinan en sus pupilas. A la luz del café no me había percatado del azul intenso de su mirada. Pasan los minutos, cuando finalmente sonríe y me señala con un ligero movimiento de cabeza donde debo dirigir mi mirada.



Unos metros más allá un hombre mayor alcanza renqueando otro saliente. Carga consigo un pequeño maletín de cuero gastado que deposita cuidadosamente junto a sus pies del cual extrae una trompeta. Dirigido al mar empieza a tocar y su sonido resulta ser precioso. Se conjura con el paisaje de manera que todos los elementos allí presentes se magnifican los unos a los otros: melodía, colores, olores y ruidos para crear un instante. Es un canto melancólico el que escapa del metal. Hermoso y terriblemente melancólico. Ejecuta dos o tres piezas, enfunda de nuevo la trompeta y se vuelve arrastrando la pierna por donde había venido. Sigo cautivado por el eco de la música cuando Iluina se pone en pie.
–¡Vamos! Sigamos. Esto es lo que quería enseñarte –me dice estirando de uno de mis brazos.
–¿Cómo sabías que vendría?
–Simplemente lo sabía. Viene cada día. Regala melodías a diario –se acerca a mi oído y me susurra–. Adora tanto la música que aspira a reencarnarse en canción. Desea convertirse en una pieza musical que ni tiempo ni espacio sean capaces de contener. Ese es su deseo, mecer la hierba y las olas con sus notas y acompañar a las gaviotas en sus saltos desde los acantilados. Toca y toca cada día mientras aguarda la muerte. Confía encontrarla en una de sus ejecuciones y escapar con la música a través de su trompeta dejando su tullido cuerpo atrás. 
–¿Cómo puedes inventarte tantas cosas?
–¿Me las invento?
–¿No lo haces?
–Mmmm…, puede. Quien sabe. 



diarios islandeses (xi)


Me estiro sobre el colchón. Me levanto. Vuelvo a tumbarme para levantarme al poco rato. Camino en círculos por la habitación, sentándome en cada una de las literas, buscando una perspectiva distinta, un nuevo campo de percepción. Salgo al pasillo acompañado por el ruido de los pasos hasta lavabo. Me encierro en el mismo sentándome en la taza del water, rehusando el reflejo del espejo. No quiero presenciar el eco magnificado de una cobardia mal gestionada. Nada. Estar allí no me aporta nada, así que me vuelvo a la habitación. A tenderme sobre la colcha, erguirme, sentarme, acostarme y volverme a sentar hasta finalmente abatirme en el camastro mientras los pensamientos golpean una y otra vez sus propias paredes. Esto es la soledad, pienso.


Escribe, me grito en silencio, escribe la carta. Abro la libreta y escribo la carta que querría enviarle. Tiene que ser así, a mano, pues la caligrafía puede ser deseo además de significado literal, porque en la caligrafía el significado está en su forma. Las frases que emergen carecen de significado, no consigo ordenas las ideas. Pero no importa, son las formas que adquieren las palabras las que codifican el mensaje. Las letras se extienden y se anudan entre deseos confusos para hilvanar un escrito gráfico de anhelos y miedos. Pánico a abandonar la isla en unas horas, y con ello quedar aislado en ella por mucho tiempo. Irme va a encarcelarme, pienso. 




Sueño desgarrado



Escupo sangre. A mi alrededor personas sin facciones que se tatúan expresiones faciales con las que engañarse. Con las que engañar escondiendo cuchillas en sus risas. 

El tacto lo era todo, y ahora nada. Yemas atrapadas en los mechones de un cabello desgarrado mientras las crines galopan a la horizontal que se funde. Levantan una nube de polvo dorado con su carrera… Quise compartir un sueño y ahora sangro.

El desierto de Chubut sumergido en un mar de constelaciones. Un caballo viejo y manso descansa junto a cuatro tizones que se consumen. Un animal jubilado, rescatado de sus labores en el campo para cargarme a lo ancho de este paisaje. Un compañero con el que tumbarse. Dormimos juntos con mi cabeza sobre sus tripas. Así era mi Patagonia. Una imagen cíclica de desasosiego y remanso. Una cinta de moebius por la que caminar despreocupadamente con la seguridad de no ir a ninguna parte.

Antes del viaje le hablé de un sueño recurrente. Me insiste en que se lo explique, y le relato la escena onírica. Hace tiempo que no sueño, me dejó ir, me gustaría tener un sueño como éste. Preferiría ser soñada por alguien en una situación como esa, añade. Me lo propongo, y las noches que siguieron a aquella conversación las dediqué a cabalgar por lo inhóspito, levantando piedras, rastreando madrigueras, siguiendo a la corneja, preguntando al coyote, hasta que al final la sueño. La encuentro. He conseguido introducirla en mi escenografía. Reescribo las escenas, pierdo protagonismo y cada vez aparece más en el sueño. Se apropia del mismo. No es como antes, pero me entrego al mismo. Lo visualizo una y otra vez, cegado por la luz de desierto hasta que una noche sonríe. Tarde, es tarde cuando descubro la cuchilla que ocultaba en sus risas.

Caigo escupiendo sangre y el sueño se me escapa. La nube de polvo se confunde con la línea que se funde ante mis pupilas.


Kinoplatz



Un concierto recomendado para los que vivan cerca y busquen algo nuevo. Un espectáculo de sonidos e imágenes: KINOPLATZ. Música hipnótica y de metraje (usurpando sus propias palabras), canciones que se tejen al momento, abiertas y concéntricas.


18/06/11 – Fokker – Cornellà de Llobregat








aquí se puede consultar más información sobre su propuesta musical, programa de conciertos, bajarse temas y otras actividades en las que formen parte:


http://kinoplatz.blogspot.com/



diarios islandeses (x)





Villa Borghese


Chssst. Una castaña estalló, y cayó a los pies de un banco. Dos palomas grises caminaban paralelamente diciendo con la cabeza sí, sí, sí. Agujas de pino alfombraban la retícula de senderos, y a trechos aparecían esas ancianas que se encuentran repetidas en todos los jardines públicos del mundo, que limpian mucho el asiento antes de sentarse en él, si se sientan. La soberanía de la luz era responsable de las manchas móviles y del mobiliario de hojarasca y ramas caídas. Un lustroso mastín pasó corriendo, retrocediendo, transportando al sol en un costado, preguntándose: ¿he mordido un olor?

Bruno había peleado toda la noche con su corazón, y al día siguente se encontraba borroso, deleznable. Tenía el aire de estupor de esa gente que se observa en un espejo mientras bebe. Bruno acudía cada tarde al mismo rincón destrozado donde leía a Descartes y comía fruta alternadamente. "El tiempo de mi vida puede dividirse en una infinidad de partes, cada una de las cuales no depende en modo alguno de las demás; y así, de que yo haya existido antes no se infiere necesariamente que deba existir ahora": releyó el párrafo dos veces. En un momento determinado, la fruta se terminó y Descartes continuaba, por lo que Bruno se levantó con gesto hosco, casi ofendido, y se vio que caminaba a grandes pasos hasta el límite del parque y una zona despoblada donde un chopo solitario pierde el tiempo.

¿Qué ocurría cuando alguien moría dejando un libro a medio leer?



Eloy Tizón
Velocidad de los jardines (1992)
Editorial Anagrama, Barcelona, 142pp













diarios islandeses (ix)


   El mismo café del día anterior a las nueve y media de la mañana, así nos citamos. Iluina se había prestado a mostrarme algunos de sus rincones preferidos de la ciudad, y los que de alguna manera despertaban su curiosidad. Acepté sin dudar la oferta todo y que en un principio había hecho otros planes para aquel día.

   Llegué a la cafetería unos minutos antes de lo concertado, estudié el local de un vistazo y seleccioné una mesa para poder verla entrar por la puerta. Apenas me habían servido el chocolate caliente cuando ella entró en el local. Llevaba puesto un vestido de algodón sencillo y un chal blanco de lana nórdica sobre hombros y cabeza del cual se escapaban unos mechones dorados al contraluz del sol que se colaba por el marco de la puerta. Arrastraba por el suelo unos pantalones amplios que partían de su estrecha cintura bajo el vestido hasta los talones. Se descubrió la cabeza solo entrar en la cafetería y se arregló el cabello con la mano al tiempo que me buscaba con la mirada entre las mesas. Cuando estas se cruzaron dejó ir una juguetona sonrisa y avanzó con pasos decididos hacia mi mesa. 

   Estaba hermosa, mucho más de lo que recordaba de nuestra conversación la tarde anterior, sus rasgos armoniosos, el cabello, los ojos, las pestañas interminables y sus cejas constituían una combinación perfecta con su piel blanca y delicada salpicada por numerosas pecas. El cuello blanco se perdía en el chal y dejaba intuir unos pechos bien esculpidos. No recuerdo que fue lo que decía a medida que se acercaba a la mesa ya que seguía cautivado por su imagen, respondí con automatismos a sus saludos, me levanté, nos abrazamos como hacen los escandinavos, y por un momento pensé en quedarme aferrado a su cuerpo –capturarlo para descubrir la esencia de su cuello, del cabello que se recogía tras su nuca–, pero inmediatamente estábamos cada uno de vuelta en su lado de la mesa. Me engulló por instante una gran aflicción al reconocer su belleza. Vente a Suecia, o no, mejor me quedo yo en Islandia le decía. Recreaba diversas conversaciones al mismo tiempo para anticiparme al futuro, a un futuro que nunca iba a tener lugar. 




diarios islandeses (viii)


   El aroma del café me descubre tendido en el sofá mirando a la calle a través del ventanal. Fuera llovizna. Las gotas golpean con suavidad los cristales de la ventana entreabierta que captura palabras perdidas en la calle. Una pareja joven paseando al perro, una pareja de jubilados camino a la pastelería, una puerta que se abre y se cierra, una cremallera que se cierra y unos pasos que se alejan. Una radio llega desde la casa de enfrente, música y comentarios acompañados del rumor de una cafetera. Un gato escurridizo gira la esquina evitando el hilo de agua que corre calle abajo. El barrio amanece sin relojes, sin ciclos acotados, con compases asimétricos definidos por los acontecimientos, horas dilatadas, minutos concentrados, deconstrucción del tiempo. Mañana lluviosa de domingo.
   
   Pintura escarchada en el ventanal, una persiana descoyuntada, los cojines amontonados en el suelo, la botella de vino vacía sobre la mesa, los restos de botellines de cerveza de la noche anterior, fotos y papeles garabateados por el suelo, entre los calcetines, la ropa amontonada sobre una silla. Todo parece tan despreocupado, sencillo, sincero y honesto que me relajo mientras acaricia mi cabeza. Compartimos un cigarro mientras observamos avanzar la mañana a través de la ventana. Cuando nos levantamos mediodía a muerto.
   
   Fácil y deshonesto, y por eso tan atractivo, es descubrirse enamorado de un imposible. Aquellas mañanas en Reykjavik permanecerán idealizadas en mis recuerdos, siempre será igual, ella seguirá siendo joven, desaliñada, de grandes ojos, alrededor de los cuales gravitan todos los sucesos, e iré reinventando una y otra vez una imagen idealizada. Un amor que no envejece, no decepciona, no duele, no se olvida ni se acaba rechazando. Un retazo de vida bien cosido en la memoria para poder seguir soñando. Querer seguir durmiendo, observando las mañanas sin prisas.



Árbol de familia



  Desde entonces he dado muchas vueltas a lo que ocurrió aquella mañana, a lo que vulgarmente llamamos una corazonada o intuición, y siempre me encuentro frente a un camino que se bifurca, como los jardines de Borges. Por un lado estaría la acepción positiva, de amable transitar, la que nos lleva a pensar que es una reacción sorprendente que aspira a un bien inesperado, una acción ilógica que espanta la rutina, se avienta con ello el aire enrarecido de lo cotidiano igual que se ventila un cuarto cerrado. Luego aparecerá el sendero árido, el que dice que no es más que una estupidez hinchada de ínfulas sentimentales, una equivocación que solo podemos acometer en un momento de enajenación.

  He dudado sobre cuál es el tipo de sendero en el que di mis primeros pasos aquella mañana, y sin duda debí optar por volver a casa, no debí coger aquel autobús, a veces es mejor no saber, dejar que los recuerdos ancianos envejezcan y se vayan desafinando como un piano abandonado hasta pudrirse, es mejor no recoser según que retales, sobre todo si tienen ya sesenta años y ya no te afectan para nada, y lo del abuelo era algo así, una reliquia curiosa, un naufragio cubierto por innumerables capas de légamo hasta casi borrarlo y que ahora yo, sin mediar motivo, parecía emperrado en destapar […]



Fernando Clemot
Estancos del Chiado (2008)
Paralelo Sur Ediciones, Barcelona, 198pp 
















Jerónimo G.



  Jerónimo no se conformaba con las respuestas que ya tenía. Había en él el deseo de llegar hasta el final; mediante un pensamiento desordenado, asistemático, iba a ir encontrando un camino de vuelta al origen. Nos entregó unas hojas en las que nos dejaba ver aspectos muy personales; algunas las leí en su nombre a sus compañeros del taller.

Una madre desquiciada como aquella. Un padre ausente como aquel.
El divorcio ayuda a la generación de poetas. Nacidos dos veces,
primero para la casa, después para los caminos. Quizá después para
morir dos veces. Entonces ¿es que he podido ser de otra manera?
Una hoja de metal ¿mejor que una hoja de papel?
¿Quién elige qué?
¿Qué nos ponen en las manos? ¿Quién nos pone qué en las manos?
Veinte y cinco

  Veinticinco eran los años de su condena. En una hoja venía escrito este texto que no leí a los otros reclusos por obvias razones, pero que a mi compañera y a mí nos estremeció:

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete (una generación),
ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce (otra generación),
quince (descubrirán una nueva vacuna), dieciséis, diecisiete 
(habrán sustituido los aparatos audiovisuales que conocemos hoy por
otros no mejores), dieciocho (mayoría de edad de mi calvario), diecinueve,
veinte (sin sexo, ¿aguantará mi castidad?, Rim. amó a los varones), 
veintiuno (tercera generación), veintidós, veintitrés (ya no puedo más),
veinticuatro, veinticinco (pero el día antes un político dice que
son pocos años para un peligro social y aprueban la reforma de ley
antiterrorista que me entierre de por vida). Un cuarto de siglo
encerrado. Aquel policía se jubiló y a la vejez, viruelas, se ha
puesto un tatuaje en la huella que yo le hice.



Javier Sáez de Ibarra
Mirar al agua, cuentos plásticos (2009)
Editorial Páginas de Espuma, Madrid, 189pp


















La hermana de Katia



  Era hermosos el color del cielo en invierno, tenía mucho de azul pero a veces de verde. Casi no había turistas en aquella época del año pero tampoco le producía lástima que no los hubiera. Todo tenía sus fechas, sus ciclos, sus simetrías. El mundo estaba bien hecho, por eso al dolor seguía la felicidad y a la felicidad el dolor, lo mismo que el día a la noche, y el calor de la primavera y el verano a este frío de azules y verdes bajo el viaducto, de blancos en los tejados, de silencio. Y si Dios era quien había hecho todo aquello, como decía el poeta John, entonces también era hermosos Dios, como lo eran están árboles sin hojas, como lo era la abuela y Mamá, o el bonito cuerpo de Katia desnudándose todas las noches a su lado esperando cartas de Italia que no terminaban de llegar.
  "Tres, ya llevo tres escritas y no me contesta el muy mamón", decía sin que lo oyera Mamá, pero lo suficientemente alto y claro para que lo oyera, no hacía falta que le dijera nada después, ya había aprendido que lo único que quería Katia era quejarse, un oído era lo que quería Katia, un oído donde dejar aquel "Le va a escribir más su puta madre, yo ya no le contesto hasta que no lo haga él, y cuando lo haga que se prepare para una buena". Y después: "¿Le has dado de comer a Giac?" Porque aquello era otra cosa; unos días la atiborraban a comida y otros la tortuga no hacía más que sacar la cabeza recriminando el olvido generalizado de su vitualla.
  "Si pudiese hablar nos llamaría de todo –decía Mamá–, la tenemos muertita de hambre", y para compensar le echaba un trozo de filete crudo […]



András Barba
La hermana de Katia (2001)
Editorial Anagrama, Barcelona, 177pp


















desde ahora te acompañaré a casa


–Tampoco te esmeras mucho con los deberes, sales corriendo en cuanto acabas de comer. Por cierto, ¿qué haces en el bosque?
–Pasear ya te lo he dicho.
–¿Mirando los árboles y escuchando los pájaros?
–¿Y qué tiene eso de malo?
–¿Estás seguro de que eso es lo único que haces?
–¿Qué iba hacer si no?
–Eso lo sabrás tú mejor que nadie. Y además, no deberías estar siempre solo. Vas a volverte loco.
–¡Entonces deja que me vuelva loco!
–¡No emplees ese tono con tu madre!
–¡Entonces deja que me vuelva loco!
–¡Ten mucho cuidado!
Ella se acercó. El permaneció quieto. La madre le dio una bofetada en la cara. Él ni se movió.
–Si vuelves a pegarme, blasfemaré –dijó él.
–¡No lo harás! –dijo ella y le dio otra bofetada.
–Hostia –dijo él–. Me cago en la hostia. –Lo dijo del modo más tranquilo posible. Luego notó que le salía el llanto, un llanto de rabia, se dio la vuelta y salió disparado. Siguió corriendo cuando se encontró en la calle. No porque tuviera prisa, sino porque la rabia también tenía que ver con sus piernas. Me cago en la hostia, pensó mientras corría.



Kjell Askidsen
Cuentos, edición y prólogo de Fogwill (2010)
Traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo
Ediciones Lengua de Trapo SL, Madrid, 300pp 



El mundo ya no es lo que era. Ahora, por ejemplo, se vive más tiempo. Yo tengo ochenta y muchos, y es poco. Estoy demasiado sano, aunque no tenga razones para estar tan sano. Pero la vida no quiere desprenderse de mí. El que no tiene nada por qué vivir, tampoco tiene nada por qué morir. Tal vez sea ese el motivo. [...]








La Casa de la Infancia



  Oscuro, oscuro. Mi padre está ahí. No lo veo, pero en la Cedeí oigo sus pasos sombríos y ajenos en la habitación contigua, que recorre incansable de un lado a otro. Yo estoy haciendo los deberes, doncella de Orleans, y tengo un papel escondido debajo del cuaderno en el que deseo escribir palabras, mis palabras, y lo que luego pone es completamente distinto de lo que había pasado por la cabeza hace un momento, no suena ni dice nada, y empiezo a emborronar, orejas de burro en las letras jorobas, panzas gordas, hombrecillos con rabo, y después rayas gruesas y negras, muy juntas, tapar, borrar, todo es negro.
  Estoy sentada al piano practicando escalas, melódicas, en las que es difícil descender, a contracorriente, y de pronto dejo caer la mano izquierda y busco con la derecha una melodía que llevo dentro, una melodía perdida, magnífica, pero no logro encontrarla y empiezo a golpear las teclas con las dos manos, en unos acordes coléricos y broncos, hasta que alguien aparece en la puerta y grita "estás loca" y mis dedos vuelven a separarse y a encontrarse, seis sostenidos, fa sostenido mayor.



Marie Luise Kaschnitz 
La Casa de la Infancia (1956)
Traducción Rosa Pilar Blanco (2009)
Editorial Minúscula, Barcelona, 137pp


















diarios islandeses (vii)




Me mira condescendientemente y finalmente dice: "Prefería tu primera respuesta. Me gusta. Lo otro creo que me decepcionaría. No quiero experimentar una ilusión para luego despertar y darme cuenta una vez más, que me acosté en un lecho de mentiras."

El silencio entra de puntillas y se sienta entre nosotros. Me recodo en él. No se como replicar a su último comentario. Ahueca el cojín y se gira sobre si misma, dándome la espalda, con la intención de dormir. Permanezco callado, pensando en su última frase. La miro. No se mueve. Ya no se oye nada, salvo el tenue engranaje mecánico de un reloj proveniente del comedor.


Ahora duerme aquí, a mi lado, pero pocas horas antes no era más que una figura casi etérea. La silueta de una chica sentada de cara al mar. Tiene el pelo largo y claro que se recoge en una coleta desordenada pero en la cual se concentra una gran belleza. Frente a ella, el reflejo oscilante de las luces de la ciudad, en una parcela de mar encarcelado. De fondo, las voces distantes de unos transeúntes que van vaciando las calles. Cautivado por la imagen me siento junto a ella. Sin mediar palabra, me acaricia los ojos, y me niega la vista. Me estrecha contra ella y me habla con su lengua. Me ama, me anestesia y me lleva dentro de ella a su casa. Ascendemos un escalón tras otro. Cientos de escalones, y al final llegamos a la azotea. Pasamos la noche entre sus sábanas, sus piernas, bajo mi cuerpo. Luego la pregunta, "¿por qué te has acercado a mí?" Y al rato el mutismo en el que sigo envuelto. Tic-tac, tic-tac, el ritmo del reloj es invariable.

Me acerco un poco más a ella, hasta percibir el calor que desprende su cuerpo. Miro detalladamente la mano que descansa sobre la almohada. Una mano poco femenina, de uñas poco cuidadas, algunas de ellas sucias. Los dedos manchados, como si hubiese estado pintando. Todo y así, desearía que esa mano se posase sobre mí. Pero eso no sucede, y el insomnio se vuelve insufrible. Decido levantarme con cuidado del colchón. Me apetece fumarme un cigarrillo. Busco entre los bolsillos de mi pantalón el paquete de tabaco y salgo cautelosamente de la habitación.

El apartamento no es más que un antiguo palomar reconvertido. En el suelo del comedor y alguna de sus paredes están representadas algunas figuras antropomórficas. Siluetas humanas dibujadas, en lo que parecen diferentes colores que no llego a distinguir correctamente por la falta de luz. Me dirijo a la cocina, allí encontraré algo con lo cual poder encender el cigarrillo. Aquí están. En el primer cajón, junto a los fogones, una cajetilla de cerillas. El raspado previo, el chispazo, y el consiguiente chisporroteo de la llama, acompañado del olor del fósforo consumiéndose que satura el ambiente. Aspiro fuerte, para apropiarme de aquel instante. Tengo enfrente, sobre la cocina, el reloj de pared regulando el paso del tiempo. Lo miro detenidamente. A medida que el tabaco se va consumiendo el segundero va avanzando.

Aquella tarde había quedado con mi ex-mujer en una plaza. Cuando llegué al punto de encuentro, ella ya estaba allí, consumida, más flaca que de costumbre. Estuvimos un rato hablando, de pie en la calle, hasta que el frío nos caló, y al final decidimos refugiarnos en una cafetería. Para seguir allí hablando de asuntos que no tenían nada que ver ni con ella, ni conmigo. Me preocupó su delgadez, la última vez que la había visto así fue cuando estuvo enferma y tuvo que guardar cama un par de semanas. Entonces vivíamos juntos y pude cuidar de ella. Temo que vuelva a descuidar sus comidas, y a recluirse en casa. Puedo oír a sus compañeros recriminándome, hablando de mí como si yo fuese el responsable de su deteriorada salud. Me sentó mal el encuentro con ella, y al despedirnos me dirigí a un bar. Necesitaba beber algo, y sobre todo ver gente. Voy pensando en nuestro encuentro y los hechos que le siguieron, hasta que las cenizas del cigarro caen sobre mi pie desnudo y me devuelven al presente. Ya no se oye nada, el silencio que precede al despertar de la ciudad.  Las primeras luces del día entran por la ventana y se escucha el graznido cínico de alguna gaviota.

En la habitación la cama está vacía, y en la pared, junto al lecho aparece dibujada en unos sencillos trazos la silueta de una chica sentada de espaldas. La puerta del lavabo se abre y entre el claro oscuro de la habitación aparece la delgada silueta de una mujer desnuda.