Diarios islandeses (i)


Me digo a mi mismo que he acertado con el local, que éste era el que tanto tiempo andaba buscando. Sigo con los garabatos en  mi libreta cuando ella me pregunta si puede sentarse en mi mesa. Tiene que repetirme la pregunta, esta vez en inglés, para que le confirme que la silla está vacía y que no tengo problema alguno en compartir la mesa. Luego hago como que nada ha cambiado, y sigo con mi dibujo. Le traen una gran taza de café y un platito con un par de galletas bañadas en chocolate. 

Sobre el respaldo de la silla, y con la taza en las manos se distrae observando los cuadros y las fotos antiguas en blanco y negro que cuelgan de las paredes. Su mirada se mueve por entre las mesas, estudiando las gesticulaciones de la gente al hablar, y sus diferentes posturas en las sillas. Sonríe tal y como yo había hecho pocos minutos antes, y parece satisfecha de encontrarse en ese lugar. En algún momento percibo que me observa, sigue el bailar de mi lápiz sobre el papel de la libreta, como si intentase visualizar el dibujo que le escondo. Disimulo y sigo concentrado, bueno pretendo aparentar concentración, en el dibujo, hasta que me pregunta ¿qué dibujas?. Nada, le contesto, solo tonterías para pasar el rato. ¿Puedo verlo? Vacilo en contestar, pero ¿de qué sirve, si la respuesta final es que sí? Nunca aprenderé. Detengo el lápiz y le entrego la libreta. Muestra una mueca simpática en su rostro. ¿Es un paisaje islandés? Afirmo con la cabeza. 
   –¿Cuántas vacas has visto en Islandia?
   –Ninguna, de momento –reconozco encogiéndome de hombros.
   –Y entonces, ¿la vaca?
  –Un álter ego –respondo algo avergonzado–, una compañera imaginaria con la que paseo por todos lados. La retrato allí donde voy.
Sonríe.
   –¿Puedo mirar el resto de la libreta?
Otra vez vacilo, para al final consentirle fisgonear en ella. 
  –Es prácticamente nueva –le prevengo–, no hace muchos días que la uso, así que no hay mucho que ver.
Una a una va pasando las hojas al revés buscando el origen del cuaderno. En cada página se detiene y silenciosamente aparenta estudiar detalladamente su contenido. El pavor de que pudiese estar leyendo y entendiendo lo que en él está escrito se adueña de mí hasta que pregunta.
   –¿Español? –refiriéndose al texto–. Lástima que no pueda entender lo que escribes. Pero este dibujo es encantador –mostrándome el cuaderno abierto–. Me gusta, y siento una gran curiosidad por saber lo que dice el texto que lo acompaña. 
   –Nada realmente relevante. Son sólo tonterías. Apuntes de pensamientos, nada que pudiese resultarte interesante.
   –Ya, seguro –y vuelve a sonreír–. Te avergüenza explicarme lo que pone. Lo entiendo –añade–, yo tampoco delataría mis intimidades a un desconocido –y pasa de página.


A cada vuelta de hoja su expresión va cambiando, desde arrugar la frente y el entrecejo cerrando ligeramente los ojos en un gesto de concentración, a manifestar un gesto alegre. Estudio cada una de sus miradas y reacciones. Todavía no entiendo porqué he cedido a que una desconocida hurgue en mi libreta, dándole acceso a todos aquellos garabatos y textos impulsivos. En el fondo disfruto con la idea de que una extraña se introduzca de manera tan directa en mi persona, y viole todos aquellos ridículos secretos. Superado el pánico inicial, ahora lamento que ella no pueda entender las palabras allí escritas, e incluso llego a fantasear con la idea que pudiese hacerlo. 


Cierra las tapas y me devuelve el cuaderno. Unos dibujos curiosos, añade, algunos me han alegrado el día. Le agradezco el cumplido más con un gesto que con palabras. Las palabras siempre se me han dado muy mal. 
   –¿Satisfecha tu curiosidad? 
  –Más o menos –una respuesta enigmática pienso–, pero suficiente de momento. Estoy aprendiendo a controlar mi curiosidad, ¿sabes? Siempre ha sido el origen de mis problemas. 



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