Zorros domesticados (3)



En la colina, de espaldas al pueblo se ensimismaba con las flores que crecían como fogonazos entre la hierba mojada, así como con las espigas cargadas de cereales que cimbreaban con el viento. También zumbaban los cables de tensión que bajaban de las montañas hasta el pueblo, entre los cuales planeaban unas urracas peripuestas. Ya nunca miraba hacia abajo, a los edificios y la carretera, prefería ignorar esa realidad para centrar su vista en los campos y montes. Miraba las cabras sobre el pasto mascar los tallos tiernos. Las había blancas y las había negras, mientras las primeras desprendían un aire noble al masticar, las segundas deambulaban entre las otras con el aspecto de las viudas. 

Su madre se había vestido con esas pieles sombrías desde la muerte del padre y no acababa de entenderlo. Sentía que las cosas habían vuelto a su cauce natural, que al fin, él y su madre podían recuperar el instinto animal propio de su especie. Que la suya era una naturaleza solitaria. De madre y cachorro. Los dos solos. En su guarida. Bajo tierra. No necesitaban a nadie más, no había espacio para nadie más, la madriguera cuanto más estrecha y angosta mejor. Así era más cálida. No entraba el viento ni su sonido, ni las voces de los otros chicos: «Tu madre es una zorra».

«Tu madre es una zorra», le gritaban con frecuencia, o le perseguían por el recreo y las calles ladrando. «Guau guau Quimet, guau guau. Vamos. Habla, dinos algo… guau guau, ¿no es así como habláis en casa?» Los zorros no ladran, él lo sabía pero nunca se lo decía a los otros. Callaba. Igual que había dejado de llorar de pequeño cuando su madre no podía darle el pecho. Los que ladran son los perros, se decía, los cuchos, los podencos callejeros, animales que habían dejado de ser animales, animales que habían aceptado la domesticación. Él no. 

Los perros dependían de otros, de una mano que les diese de comer, eran dóciles por necesidad. Él no. Como cachorro de zorro ni lamía manos, no movía la cola, ni mucho menos se mostraba ansioso o deseoso de establecer contacto con los humanos. No los necesitaban. A ninguno de ellos. «Guau guau Quimet, guau guau». Nunca se dejaría domesticar. Los humanos nunca habían conseguido seleccionar zorros dóciles y serviciales, eran cazadores solitarios que se movían en la penumbra. Nunca, se repetía, desconociendo que seis años antes, lejos, muy lejos, en un aislado centro siberiano de Novosibirsk, el genetista soviético Dmitry Konstantinovich Belyaev había empezado el experimento que ocuparía sus próximos y últimos veintiséis años de vida: conseguir domesticar zorros plateados siberianos. «Guau guau Quimet, guau guau».




«¿No eres muy hablador, verdad?», la voz de la chica era vibrante, revoltosa, del color verde de la hierba con un áurea de amarillo limón. Quim negó con Ia cabeza. En completo silencio. Sólo la naturaleza hablaba. Nunca antes había subido a la colina acompañado. Aquel había sido siempre su sitio. Suyo. Único. Y ahora estaba ella, ese rostro vivaz que albergaba un almendro en sus ojos y dos pequeños limones bajo su camisa. Se tumbaron juntos, de espaldas sobre un terreno pelado color caldera. Quim miraba el cielo, su cabeza estaba llena de mapas de viento, pero ninguno orientado. Otros días se embobaba cazando estelas de aviones pero aquel día toda su atención se apiñaba alrededor de la piel de aquella chica. Era suave, pintada en tiza blanca, como seguro lo eran aquellas dos pequeñas turgencias bajo la ropa que le obsesionaban. «¿Te gustaría tocarlas?» Bajo la camisa aparecieron unos senos lechosos de pezones rosados, como limones de piel tersa, brillante y sedosa. Algo se agitó, tomando forma por debajo de los pantalones de él. Adivinó que dentro suyo vivía una cosa aún más indomesticable. Algo que había despertado. 

«Tengo sed, te dejo tocarlas, si antes me traes algo de beber», la muchacha dirigió la vista hacia las cabras, las blancas y las negras, que mascaban impasibles una hierba cada día más seca. Sin apenas dudarlo, Quim se dirigió hacia los animales. Agarró a una de ellas por sus nalgas, se tumbó bajo ella hasta que sus dos grandes ubres quedaron al alcance de su boca y metió uno de los enormes pezones entre sus labios. Sintió una pequeña descarga eléctrica sobre los mismos e inmediatamente su boca se llenó del sabor de los campos de amapolas y margaritas, dulce y tibio. Se llenó la boca con aquella cosa endurecida entre sus piernas agitándose, cada vez con mayor virulencia, como un pez atrapado en la red, una excitación más allá de su voluntad. Dejó ir a la cabra y miró a la chica con la boca sellada, llena. «¡Lo has hecho, lo has hecho! ¡Qué asco! No me lo puedo creer». Salió corriendo colina abajo, entre risas y gritos de «qué asco». Quim se quedó allí, sólo, con la boca llena de amapolas y margaritas, y la verga rígida. 



Zorros domesticados (2)



Una tarde, al salir de la escuela, se acercó hasta la puerta tras la cual trabajaba su madre. «No puedes entrar ahora, precioso», dijo un mujer faro desde el fondo del pasillo. Su figura estaba recortada por diferentes sombras descubriéndose apenas una pierna sobre el pedestal de un tacón alto y un pequeño punto de luz rojo intenso como el pelaje de las zorras en invierno. El punto desapareció. Dio lugar a una espesa fumarada blanca que trazaba diminutas turbulencias. La bocanada ascendía con calma. Pausada, como la voz de la mujer: «Ven para acá precioso, tu madre acabará pronto». Se acercó tímido, como si entrase gateando en una madriguera que no fuese la de su madre. Uno nunca sabe lo que puede encontrarse; todo tipo de bestias hacen de los túneles su guarida. Después de todo, la vida muchas veces es más apacible y llevadera bajo tierra que en la superficie, incluso para las bestias, o mejor dicho, especialmente para las bestias. «Vamos, precioso, no voy a morderte». 

De cerca fue descubriéndose la silueta. Estaba sentada en un silla. A sus ojos los asediaban unas ojeras, los laberintos de piel de una sonámbula, que parecían haber escrito una nota de suicidio. El cigarrillo volvió a los labios excesivamente encerados. Un golpecito sobre las piernas, un «venga, sube», y Quim apareció sobre sus rodillas con su cara junto a los pechos, no especialmente grandes pero firmes, duros, unos que conservaban su forma bajo la blusa, no como los de su madre, caídos, esculpidos en arenisca. Desprendía el mismo olor dulzón mezclado con tabaco de su madre. Mientras una mano sostenía el cigarro, la otra se dejó caer sobre las piernas de Quim. Acariciándolas. Subía y se colaba entre ellas como un animal curioso, husmeando, fisgoneando –«¿Qué tenemos aquí?»–, en aquella cosa flácida que escondía entre ellas. El de Quim era un pene pequeño y blando, nada que ver con aquellos falos grandes y erectos que había visto, años atrás, desfilar por el cuarto de su madre. «¿No te gusta ni un poquito? Vamos, precioso, eso no puede ser, el cuerpo es deseo desde que naces hasta que te mueres». 

Aquella mujer todavía no había entendido que Quim, Joaquim Blanch, había nacido enterrado. Que aquel cuerpo que estaba apunto de escurrirse dentro de sus protuberantes pechos no era un cuerpo para estar vivo, sino uno para esconderse en madrigueras bajo tierra. Que no siempre adoptaba la forma de cachorro de zorra sino que a veces podía ser un conejo asustado, o un jabato aterrado, un cachorro imprevisible. «No pareces hijo de tu padre, a ese, con lo que le gusta colgarse de los pezones ajenos, cualquier día de estos lo van a encontrar ahorcado de uno de ellos. Vamos, baja, vete, que tu madre ya debe estar acabando». 



El padre no acabó ahorcado sino trinchado. Fue el día de Nochebuena, al acabar la plegaria de la Misa de Gallo, aún repicaban las campanas cuando el asesino saltó sobre él. La hoja del cuchillo dejó de lanzar esquirlas al cielo unas horas antes para derramar una mancha carmesí. Fue entre los camiones donde se vació el corazón del padre y su sombra se hizo transparente, mientras el asesino, tenso, se escuchaba a sí mismo. Escuchaba como se reanudaba su respiración. Oía a su cuerpo rehacerse pieza a pieza. Oía calmarse lentamente la sangre de sus venas y calmarse la tormenta. Detuvo los vientos de la duda y el desatino que se habían apoderado de él y desapareció. 

Poco después llegó la policía con sus luces y el alboroto propio de las jaurías de perros, se llevó el cuerpo e hizo preguntas. Los lebreles de la policía buscaron por los alrededores, la gente los oía hablar entre ellos a lo lejos, pero nadie se acercaba a ellos. Nadie vio nada, nadie escuchó nada, nadie se explicaba lo sucedido. Siempre es igual. Hay cosas que no cambian. Tampoco la policía. Archivaron el caso, lo olvidaron. Todo el mundo sabe que se requiere de una jauría grande para dar caza a un zorro. No estaban dispuestos a invertir tanto esfuerzo. Tampoco nadie iba a exigirles nada. Aquellas cosas pasaban en el pueblo fronterizo. Las fronteras tan nítidas desde la distancia allí se hacían difusas. Las fronteras inventadas parecen nítidas, perfectamente delineadas sobre un mapa, aunque las fronteras reales sean difusas, tanto las geográficas como las individuales. Todas ellas inventadas. Como las éticas. La ética no son más que fronteras nítidas de ideales acordadas para acotar las difusas fronteras reales, pero la realidad siempre acaba imponiéndose. En el pueblo todo era difuso, de tan real, el mundo se hacía irreal. Todo era posible. Así lo creyó Quim aquella noche, la de la muerte de su padre, pensó que aunque el sol siempre había salido por el este, al alba podría salir por el oeste, por el sur e incluso por el norte.



Zorros domesticados (1)


Ayer murió Joaquim Blanch. Nadie acudió a su entierro porque al igual que muchos de nosotros, Joaquim nació enterrado. Al nacer lloró para hacerse oír, pero pronto dejó de llorar, pues para llorar se necesita tener un cuerpo y los pechos de su madre parecían hechos de arena, secos, como el sexo de su padre cuando llegaba tarde a casa. 

Al padre le gustaba ser acunado por otras rodillas que no fuesen las de su mujer. Habitar otros pechos hasta secarlos. Como había hecho con los de la madre, un alma de pies doloridos y boca harinosa, que caminaba cada noche con pasos lentos. Años atrás la tiranía de su belleza la había convertido en un utensilio para su marido. Un instrumento que había puesto al alcance de otros por un módico precio. Con el tiempo y el uso el aparato pasó a ser un bártulo. Un chisme de andar silencioso que paseaba su cuerpo transparente por las calles sin porvenir ni presente. Era un pretérito desvaneciéndose.

Joaquín, al que redujeron inmediatamente a Quim, aprendió el mutismo de su madre y a chupar guijarros para engañar la sed y el hambre, sólo la muerte lo empujaba hacia la vida. ¿Conocéis alguna otra razón para vivir? ¿Un deseo mayor que el de supervivencia? Lejos. O cerca. En cualquier lugar donde busquéis escucharéis siempre las mismas preguntas y las mismas plegarias. Los sueños de los humanos que ascienden por aquí y allá, por todas partes, son todos diferentes, pero luchando entre sí todos aspiran a lo mismo: al futuro, a la obsesiva búsqueda de lo desconocido.

En aquel pueblo de fronteras, las aspiraciones eran las mismas, pero las caravanas de camioneros que lo cruzaban determinaban el futuro de parte de sus habitantes.

Con los años a Quim le gustaba pasear lejos del pueblo al salir de la escuela, subir a la colina para evitar el relumbrar desnudo del alma de su madre. La villa estaba llena de mujeres de luz como ella, todas ellas dispuestas en esquinas y calles que, como lámparas de harina, dibujaban el vecindario con una constelación. Eran contornos de luz ínfimos agazapados en las sombras. Sus ojos eran vistos porque miraban, porque llevaban a puertas que se abrían para cerrarse. Guiaban a los hombres hacia sus vidas de cristal sucio entre sábanas supuestamente limpias. Habían hecho de sus cuerpos frutos suicidas. Antes de aprender a andar Quim había acompañado las noches de su madre en las que ella ofrecía la flor descompuesta de su pubis. Había presenciado en su habitación un desfile de falos, con glandes de diferentes formas y colores, con y sin prepucio. El espacio olía a los besos de la madre, a labios encerados, a mejillas sonrojadas, a vientos estáticos, a canciones en el tocadiscos, a diales de radio, a lenguas que se lamían las cicatrices, a veces a café, a café sin azúcar y a la mentira que decía que todo iba a cambiar.  

Pero nunca cambiaba. Nada cambiaba allí. Algo mayor, desde la colina circundante, Quim observaba la horda de camiones que asaltaba el pueblo cada día. Veía todos esos enormes vehículos detenidos, ballenas varadas en la playa, e imaginaba. Imaginaba a esos hombres llegados del norte, del sur, del este y del oeste garbeando sus ahorros ante las mujeres faro del pueblo. Y como el cuerpo, la carne, se fraccionaba en tiempos: una hora, media hora, un cuarto de hora. Más dinero más minutos. Y el intercambio de mano a mano tantas veces presenciado, de la de un hombre desconocido a la de su madre, de la de su madre a la de su padre, de la de su padre a otra mujer que no era su madre.

«Tu madre es una zorra», le gritaban otros niños, y él pensaba que sí, que era verdad, y caminando hacia el bosque se metía gateando en una madriguera excavada, arrastrándose hasta el fondo, recostaba la cabeza sobre la cola encendida de su madre y se quedaba dormido. Acurrucado. Sosegado. Acunado por el leve balanceo del pecho de ella que se hinchaba y se desinflaba. Él recogía hierba para hacer un lecho para ella, ella iba enterrando bayas y otros alimentos. Los proveía con insectos, ratoncitos de campo, pajaritos con el pescuezo retorcido y algún que otro topo despistado que se colaba en su guarida subterránea. 

Desde la colina contemplaba los dos mundos: el bosque que se desplegaba en las montañas, más allá de los campos de trigo entre cables de cobre, y el pueblo desparramado por el valle. El primero generaba penumbras, el segundo había sido creado para originar contrastes. Espacios urbanos de blanco y negro, de sol y sombra, sin lugares intermedios. Todo trazado con líneas. La mayor de ellas: la carretera. Siempre la carretera. Esa vena y artería que conducía los camiones hasta el pueblo y de allí al resto del mundo. Desde esa posición privilegiada le invadía la incertidumbre sobre su naturaleza. Él sentía que era algo, una cosa, pero su estatus andaba indefinido, se debatía entre el compromiso de ser vivo en la naturaleza, lejos del pueblo, o ser cadáver. Al final siempre volvía al origen, y bajaba a enterrarse al pueblo.





Historías de un país que ya no existe (2)



La abuela plantó su mano frente a la boca de Jasmina. Observó todas aquellas líneas y surcos de su palma. Eran tan diferentes de las suyas. Tan viejas. Estaban arrugadas como las de Salma, pero secas. Parecía uno de aquellos higos que dejaban secar sobre la mesa a finales de verano. Alzó la vista. Más arrugas, pensó detenida en el rostro de su abuela. Los ojos parecían tan pequeñitos tras tantas láminas de piel. Vamos, escúpelo, reiteró la abuela manteniendo la mano, pero el hueso no abandonó su boca. Estaba tan rico. Tan dulce. Su sabor todavía no estaba agotado. Algo más se podía extraerse de él. Aquella mano tan de final de verano podía esperar. Cansada la abuela retiró su mano. Ella siguió haciendo girar el hueso entre sus dientes, bailar sobre su lengua, exprimiendo todas las sensaciones que fuese posible obtener del él. El sabor empezó a menguar y al final lo sacó, sujetando aquel extraño objeto en su mano.
–Curioso lo que hay dentro de los frutos, ¿no? –comentó la abuela–. Ven, ¿sabes qué vamos a hacer?
Jasmina negó con la cabeza.
–Vamos a plantar tu hueso de albaricoque. Vamos a plantarlo para que así tengas un árbol lleno de albaricoques como éste. Aprovecharemos que tu hermanita duerme para hacer algo diferente, ¿eh?.
La abuela cogió la pala recostada junto a la valla. Caminaron ambas en silencio por el jardín, bordeando el risco que se precipitaba sobre una leámina de azul intenso. Ella apenas prestaba atención a la abuela que iba tanteando el suelo con la pala, sus ojos se perdían en la pequeña nube gris-plateada de gaviotas que subía, bajaba, se desplazaba y se formaba sobre ellas. ¡Quién pudiese volar! 
–Aquí –dijo satisfecha la abuela clavando la pala en la tierra–. Aquí plantaremos tu albaricoquero. La tierra es buena, húmeda y llena de sol. Aquí la semilla crecerá sin limitaciones para ser todo lo que lleva dentro. Al principio tendremos que ayudarla un poco. Regarla. Como cuando mamá le da la teta a Salma, pero luego el tiempo hará el resto. Crecerá y crecerá, crecerá hasta que llegue el verano en que te ofrecerá los mejores albaricoques. Serán tuyos. Tú árbol. Tus frutos.
–¿Y Selma?
–¿Selma? –La abuela dejó de cavar el pequeño hoyo–. Si quieres podrás repartirte los frutos con ella, claro.
–No. ¿Qué hará Selma cuando mamá deje de darle leche?
–Pues comerá, andará, hablará… lo normal. Lo mismo que haces tú.
–¿Dejará de llorar?
–Eso espero, pequeña –Volvió a su tarea de horadar el suelo–. Hala, creo que así ya vale. Echa el hueso dentro. 
Jasmina dejó caer el hueso en el agujero. Crece fuerte, dijo la abuela arrojando tierra al hoyo. 
–¿Tardará mucho en crecer? –preguntó Jasmina.
–Unos años.
¡Unos años!, Selma tiene que crecer más rápido, pensó Jasmina. Entre ambas cubrieron el hueso de tierra enseguida. Siguiendo las instrucciones de la abuela, golpeó con la palma de su mano el suelo suavemente. Espero que mamá se quedé sin leche pronto,  pensaba mientras presionaba el terreno. La abuela miró a su alrededor, se alejó unos pasos y cogió una rama pequeña que yacía en el suelo. Volvió junto a ella y clavó la rama donde el hueso había desaparecido, allí donde sus manos acababan de compactar la tierra removida.

Durante días siguió acudiendo por las tardes, para regar la semilla y para ver el mar de gaviotas. Descasaba su vista en sus giros, en la naturalidad de sus deslizamientos. Sus ojos perseguían los movimientos de las aves, vaciándose en ello, lejos de los berridos y pataletas de Salma. Observaba sus piruetas hasta que el sol se perdía a su derecha, por detrás de la sierra que custodiaba el casco antiguo de la ciudad.

Tito había muerto. Los hombres ya no hablaban de él. Dejaron de hacerlo poco después de que su tren azul alcanzase Belgrado desde Liubliana. A los muertos se les entierra y se les olvida rápido, incluso a los inmortales. El camarada Tito, druzek Tito, se había ido y su vacío quedó suplido por una inflación económica cada vez más grande y voluminosa. El precio de la electricidad subió, como lo hizo el de la harina, la mantequilla, la sal, el pan, el azúcar, la leche, las patatas, las remolachas, las judías, las zanahorias, las espinacas e incluso las cebollas, todo subió. Los estantes de los colmados unos días estaban vacíos y otros llenos. El país se movía como las bandadas de gaviotas que Jasmina observaba sobre el acantilado: subían, daban vueltas, vueltas y más vueltas en ascensión, hasta que llegado un punto caían, se deslizaban por el cielo cuesta abajo y justo antes de llegar a la superficie del mar se elevaban de nuevo. La secuencia volvía a empezar. Los vaivenes de la economía centraron en aquella época todas las conversaciones. Siempre había gente entrando y saliendo de la casa. No había día de verano que no trajese consigo una visita. Siempre había que añadir unos platos de más en la mesa bajo la parra que ya entonces proporcionaba una agradable sombra. Los hombres, recostados en sus sillas, siempre con un vaso de vino en mano, mostraban cierta preocupación por la aparente inestabilidad de lo que llamaban el mercado. El abuelo, sin embargo, era ajeno a esas inquietudes masculinas. Cuanto peor les vaya a los otros mejor me va a mí, le oía decir Jasmina. Aunque ella no entendía nada de todo aquello, prefería sentarse allí, en el porche, cerca de su padre y su aureola de humo, observando a los hombres apurar los cigarrillos y los vasos de vino, o las tazas de café que parecían interminables, a estar dentro, donde su madre y el resto de las mujeres. Tan siquiera recuerda las conversaciones de ellas, pero no eran ellas el problema, sino que con ellas estaba siempre ella: Selma. Selma era todo necesidades. Selma era todo atención. Estar cerca de ella implicaba obligaciones: vigilancia, custodia, tareas, encargos y exigencias. Era como si aquel bebé morado que llegó al mundo berreando, no hubiese dejado de hacerlo desde entonces. No callaba nunca. Ven, acércate, dile hola a tu nueva hermanita, fue lo primero que le dijo su madre cuando vio a su hermana emerger de entre sus piernas. Jasmina no había hecho más que alejarse. Supo que sería así desde aquel momento. Algo que saliese así, con aquellas formas, de dentro de su madre no podía traer buenas intenciones.
¿Cuándo se te secarán las tetas, mamá?, se preguntaba, pero nunca se atrevía a formularla en voz alta.    
El lloriqueo constante de Selma habían forzado el exilio de su lugar más preciado: la cocina, para buscar refugio junto a su padre y sus amigos. A fin de cuentas era donde acababan siempre yendo a parar los alimentos.  
El mundo masculino se había vuelto repentinamente más atractivo, aún cuando no entendía nada de lo que decían. Sobre todo la intrigaban aquellos momentos en los que su padre le tapaba los oídos con las manos. Esos momentos de censura, esas medias palabras, interrumpidas tan violentamente por las grandes manos paternas, quedaban retumbando en su cabeza. Sílabas cortadas que miraba de reproducir y que se quedaban allí, tintineando, enmarañadas en su lengua, sin llegar a completarse. ¿Qué dirían esas palabras?





Mirar con delicadeza el relámpago





   Hay días que se abren y
   despierto como pájaro
   abierto que vuela,
   con pies de viento
   hecho de hueso ligero.
   Miro entonces el relámpago
   con delicadeza
   cuando me detengo
   frente al espejo.
   Lo imposible se escapa
   por algún punto
   de los que revela
   la soledad callada.
   Por la boca el pájaro
   asoma alucinado
   enfundado en plumón pardo
   piando al imposible
   gesto de amar en soledad.
   Y verme cayendo,
   cayendo de mi propia boca,
   boca que alberga el paisaje
   del agua batiéndose
   en un sueño de remolinos
   en posición fetal
   hasta escapar por la ventana
   avergonzado y sin lágrimas
   que confunden a la inercia
   del aire que empuja
   que cede, que corre,
   que el viento no 
   se equivoca de destino,
   que el día se abre
   el pájaro se abre
   y vuela.
   y vuelo.
  o quiero.
  deseo.
  nunca.
  siempre.
  caigo.
      c 
          a 
        i
             g
      o
   vuelo.               e            o
         v                        l
              u
         vivo.



Llegará el día, llegará



Llegará el día, llegará.

Llegará el día en que nos unamos
a las almas de pies doloridos y bocas secas,
a los que caminan cada noche,
durante horas, días, meses y años,
con pasos lentos siempre hacia delante,
atravesando mares, montañas y desiertos,
sin comer ni beber,
sin porvenir ni presente,
sólo pasado arrastrado en sus cuerpos transparentes,
sólo el pretérito que lleva cada uno de ellos en su memoria.

Llegará el día, llegará.

Llegará el día que chupemos guijarros,
que los chupemos para engañar la sed,
y que soñemos para seguir viviendo,
que veamos relumbrar sus almas desnudas
y la muerte que los empuja hacia la vida,
que sintamos como por aquí y allá,
por todos los rincones del planeta,
ascienden los sueños de los humanos.
Todos diferentes, todos aspirando a lo mismo:
al deseo de la supervivencia y
al deseo del futuro arrebatado,
la obsesiva búsqueda de lo desconocido.

Llegará el día, llegará.

Llegará el día en que nuestros ojos lo verán,
verán con sus párpados fruncidos,
nos veremos con ellos escrutando el horizonte
lo descamaremos de espejismos,
el horizonte retrocederá,
retrocederá hasta el infinito,
y tras el horizonte, se perfilará el sueño,
claro y concreto,
y ese día no retrocederá,
no dejaremos que el sueño, el horizonte,
retroceda para perderse para siempre.
Porque no podemos,
no podemos dejarlo perder, por eso,
por eso…

llegará el día, llegará.

Llegará el día en que salgan del agua,
veremos salir los esqueletos de niños y adultos
que recogerán sus pieles, 
se vestirán con ellas y se irán hacia su casa cantando,
y los abrazaremos
y lloraremos,
lloraremos de vergüenza por verlos de nuevo,
por no haberlos visto,
por no darles un espacio en nuestra memoria,
por negarles el abrazo,
por impedirles que envejezcan,
que se marchiten delicadamente con el tiempo,
por los años, dulcemente, como nosotros,
por no abrirles la puerta de los privilegiados.
Por todo ello lloraremos
nos desesperaremos 
y pediremos perdón
en un gran abrazo que llegará,
que ya debería haber llegado,
que ya tarda,
que debería estar aquí,
donde acaba la historia del hombre
y asalta la crecida de los sueños.

Se abren los cielos
Se abren los brazos
Se abre el mundo
Y ojalá muera el imaginario

Que el llegará sea un llegó,
llegó el día, llegó.







Ser sardina porque no alcanzo a ser salmón



Flotar como si viviese,
lejos de la costa,
del otro y del que quiero,
lejos de sus contornos,
escoltado por gaviotas
reidoras como hienas
que dan vueltas
y vueltas
y más vueltas
invocando a un tornado
que se me lleve
flotando,
por liviano,
porque no peso
porque no vivo
porque si no arriesgo
no vivo
si no vivo 
no escribo

Y me lio
y me piso
se me enredan los pasos
y se me cruzan las piernas
y sin querer me caigo
y distraído,
ignorante,
me dejo arrastrar,
donde me lleven
las lluvias que paseando
sobre mis mañanas
acarreen mi ligereza
de cántaro hueco y distraído
y me arrojen al mar
que no quiero misericordia
ni quiero milagro.

No quiero regresar.
Flotar 
sólo
por no vivir,
ser sardina porque no alcanzo a ser salmón
ser improvisada isla de cangrejos
y hundirme mientras contengo el bostezo
por la que se escapa una vida madura que atrae moscas.

Y ser tragado por la claridad
adentrándome
en el azul
en su complejidad móvil
y lenguaje insonoro
que el mar parece
que acariciando hable.

Es tiempo de agua,
de agua 
que limpie
que aclare
la vida tatuada
bajo la luna de mis pestañas.






Historias de un país que ya no existe


De todos los lugares posibles, la historia se gestó precisamente allí. En ese momento, cuando la cala, esa puerta a los Balcanes, se adentraba lentamente en el sueño. 
Era el momento del suyud. Un sonido grave y apagado, único y coordinado escapó de los muros de la mezquita. Era la resonancia de las rodillas apoyándose al unísono para postrar la frente sobre el entarimado de madera. Duró uno instante. Uno que nacía con cada postración a pesar de las alfombras. Se elevaba hasta escapar por la claraboya de la bóveda. Una mujer, vestida toda de tela blanca como vestían las abuelas de sus abuelas, no participaba del rezo. Se dejaba llevar por sus pasos, enfilando las escaleras hasta la casa blanca que cabalgaba sobre el risco.
En el porche la recibió una mujer que acunaba a su hijo en las rodillas, le daba el pecho seco. La partera está aquí, gritó a través de la puerta, invitándola a entrar. Fuera, más allá, en el jardín, evitando la visión de la madre y su pecho descubierto, cinco hombres fumaban y hablaban formando un corro. Entre calada y calada se mencionaba a Tito. El humo flotaba con parsimonia a su alrededor. Perezoso y cansado. Se hablaba de su posible ingreso en un centro médico de Liubliana. Eran hombres sordos, sordos a los gritos de dolor que llegaban desde el interior de la casa, donde a una mujer se le desencajaba el rostro cada vez que una contracción asaltaba su cuerpo. Se originaba en la espalda y asaltaba el área abdominal hasta desbordarse. La cadera parecía romperse. Toda ella parecía estar hecha de dolor. La partera le palpó el vientre, comprobando que el niño estaba en la posición correcta. Lo estaba. Todo estaba listo cuando entró el médico. La llegada de Selma fue sencilla, antes de que acabase el suyud ya estaba al regazo de su madre. Ven, acércate, dile hola a tu nueva hermanita, le dijo ésta a Jasmina. La niña de cinco años miró al bebé: estaba morado, no paraba de berrear, su cabecita de ojos velados emitía un sonido que le resultaba espeluznante. Insoportable. Vamos, Jasmina, no tengas miedo, acércate.

Pasadas unas horas asomó el sol vertiendo su luz sobre los lirios, rosas, jazmines, claveles y nardos que crecían junto a las murallas de Ulcinj. Y así, un día tras otro, hasta sumar meses en una ciudad que desconocía invierno alguno. Sus años solo tenían tres estaciones: la primavera, el verano y de estas dos se formaban el otoño, que encerraba en el cuerpo de sus frutos el espíritu de la primavera y el alma del verano. Granadas, higos, melocotones y albaricoques, que Jasmina ayudaba a recoger del jardín de la abuela. Con ellos las mujeres elaboraban diferentes compotas. 
La cocina era el meollo del hogar, el espacio donde sucedía lo realmente relevante, donde se cocían poco a poco las vidas de sus habitantes. Todo gravitaba alrededor de la gran mesa de madera, un viejo mueble orgulloso que permitía que sobre sus espaldas se preparasen todo tipo de platos, conservas, pasteles e incluso panes. ¿Cuántas horas había visto allí a la abuela tratando el agua, la sal, la harina de trigo y la levadura? Sus ancianas manos, pero incansables, amasaron allí muchos panes, y sus brazos contribuyeron a estirar, a base de rodillo para adelante y rodillo para atrás, la masa hasta conseguir láminas de pasta tan finas como el papel de fumar con el que elaborar deliciosos buraks. Jasmina amaba la comida. Creía que había nacido con la única finalidad de comer. No podía existir cosa más placentera en el mundo que una buena cena, un almuerzo, un desayuno o un simple tentempié. O, porqué no, un simplón mendrugo de pan. Nada como una yesca de pan y un vaso de leche fresca para que el día se presentase radiante. La cocina había sido su estancia predilecta, ayudando o simplemente viendo cocinar a la abuela, a su madre y las mujeres que venían de visita, hasta la llegada de Selma. Eso lo cambió todo. El habitáculo se llenó entonces con su llanto. Era constante. Ininterrumpido. No entendía como algo tan pequeño podía emitir un sonido tan horrendo como aquel. Debía ser todo pulmones. Bebe. Mama, pensaba cada vez que la madre le ofrecía el pecho. Chupa y calla. Pero eso no hacía más que silenciarla por un breve momento. Al poco se cansaba y volvía a estallar. Cuando tú eras pequeña, le contó la abuela a Jasmina, no soltabas sus tetas ni aunque te pellizcasen. Te gustaba tanto mamar que eras capaz de dejarle secos los dos pechos de una tirada sin tan siquiera cambiarte de pezón.  

Una de esas tardes plácidas y soleadas de la decadencia del invierno, la madre dormía rendida con Selma a sus pies. En el patio, bajo la parra deshojada, el padre seguía liando y consumiendo tabaco en compañía de dos hombres. 
–¿Habéis oído los rumores sobre el búnker? –El padre vació la botella de vino en su vaso y la dejó junto a dos más. La mesa era la exhibición de una comida agotada: platos, cubiertos, ensaladeras, plateles y vasos ejerciendo de ceniceros.
–¿Qué búnker?
–El que mandó construir Tito.
–No sabía nada.
–Yo he oído algo. Se trata de uno nuclear, ¿no?
–Eso dicen. Para el día del Gran Pedo. Para sobrevivir al holocausto nuclear.
–Eso, si primero sobrevive a lo que tenga.
–¿Qué era, bloqueo renal? ¿Flebitis? ¿Quizás problemas digestivos?
–Insuficiencia cardiaca, ¿no?
–Eso no lo tenía controlado.
–Nuestro pobre Tito está roto. Cualquier día de estos se apea del mundo de los vivos.
–Pero tiene un búnker atómico.
–Pero, ¿dónde, en Liubliana?
–No, hombre no. ¿Qué se le ha perdido allí? 
–De momento una pierna, ya veremos que más.
–Cerca de Sarajevo. Eso dicen al menos.
–Anda, me queda cerca de casa. Habrá sitio para otros digo yo.
–Seguro, somos socialistas…
–Titoistas, somos titoistas.
–Nos caerán de todos lados, de los americanos, los soviéticos, los franceses e incluso puede que algún que otro cubano despistado. 
–El mundo entero nos observa.
–Nos apunta. No nos observa: nos apunta.
–Envidia. El mundo envidia nuestro titoismo.
–¿Pero, no les caíamos bien a todos? ¿Cómo era ese chiste sobre Tito tocando el piano para el Este y el Oeste?
–Eso no quita que nos envidien.
–Yo te quiero y aún así envidio tu puesto y tu mujer.
–¿Y la suegra? Quizás podemos llegar a un acuerdo.
–Nos van a matar a besos atómicos.
–Ahora tenemos un búnker para resistirles.
–¿Tenemos?
–¿No cabemos todo?
–Seguro. Seguro que hay espacio para todos.
–Si nos apretamos un poquito, como buenos camaradas.
–Pero sin mariconadas.
–Lo suficiente para brindar un poquito de calor a esta guerra tan fría.
–Y si tenemos en cuenta que nuestro gran camarada Tito cada día que pasa es más pequeño, más espacio que habrá para nosotros. 
–Seguro que nuestro druzek Tito se hace cortar la pierna que le queda para hacerte un hueco en su búnker.
–¿Qué será de nosotros el día que ya no esté? He sido toda mi vida un titoista. No he conocido otra cosa que el titoismo.
–¿Dejaremos de ser titoistas cuando Tito muera?
–Yo nací titoista. Lo pone en mi carnet. Y en mi pasaporte. Hasta mi sangre es titoista. Mamé de la leche de los primeros titoistas, eso no abandona el cuerpo. No desaparece. 
–Tú también has mamado leche titoista –dijo el padre alborotando los cabellos de Jasmina.    
Sentada junto a su padre, ajena al humo de su cigarro y al de sus compañeros de tertulia, Jasmina devoraba un albaricoque. Su piel, su jugo, su carne, lo saboreó todo, hasta que agotado el mismo, se metió el hueso rugoso en la boca. Había que exprimirle todo el gusto. La abuela, de vuelta de la cocina, limpió su mentón con la falda de su vestido y la obligó a levantarse de la silla.

–Ven pequeña, deja que los hombres hablen de sus cosas.